Uno de nuestros escritores más enigmáticos, raros, marginales e intensos es Francisco Tario (1911-1977); un narrador y dramaturgo que creó, particularmente en sus cuentos, atmósferas fascinantes, poéticas, pero también misteriosas y aterradoras que desvanecen nuestra percepción de la realidad, que penetran casi imperceptiblemente el mundo de los sueños. Un autor sin duda original que debe releerse.
En el número 79 de la revista Luvina se publica el cuento “Tres días y unas horas” de Francisco Tario:
Cuando llegamos al parque no serían más de las cinco y media de la tarde.
Soplaba una dulce brisa que abanicaba los árboles. ¡Oh, aquellos altos y viejos árboles, como ancianos legendarios, con sus largas barbas grises, que escucharan detrás de nosotros la salmodia diaria de nuestros amores!
Nos queríamos apasionadamente y no habría hecho falta preguntarlo. Bastaba con mirarnos todas las tardes, sentados en la misma banca, hablando en voz muy baja, como con temor a despertar a los pájaros que empezaban a acurrucarse en las ramas.
Se repetían a diario aquellos paseos por la tarde. A veces el parque estaba solo; otras, cruzaban ante nosotros grupos de chiquillos jugando, haciendo rodar una pelota o simplemente dando gritos, sobresaltando al sombrío paraje que a esa hora comenzaba a empañarse con la melancolía del crepúsculo.
Desde la banca se oía la fuente vecina y los pájaros acomodándose.
Generalmente nos sorprendía la noche.
Los días se deslizaban unos tras otros, todos iguales y el sol proyectaba nuestras sombras enlazadas como si fueran una sola. Nuestro amor nos embriagaba; era fragante y luminoso por las mañanas y melancólico y sombrío por las tardes. Seguía las horas del día y nos anunciaba siempre algo nuevo, inesperado, tierno.
El tiempo no se sentía transcurrir y producía un rumor como el de los pájaros, o el de la fuente, o el del reloj mismo.
Comenzaba abril. Despertaba en su alborada con una enigmática sonrisa. Era la víspera de nuestra boda.
Tu vida y la mía giraban en torno a un mismo centro: abril.
Tenían los días de este mes la apariencia de un sueño delicioso. Esta mañana dorada de primavera escondía para mí muchas emociones que el aire parecía querer conservar en mí tanto tiempo como durara el día.
Aquella tarde no hubo paseo.
Pero el día me trajo la felicidad más grande que había soñado: el poder traerte a mí y rescatarte de un mundo agrio para llevarte a un lugar lejano donde todo eran maravillas, desde el correr del agua hasta lo estrellado y limpio de las noches.
¡Pensar que tú, que me adorabas tanto, ibas a ser mía!
Por la noche, preparé mi ropa. Había en los pasillos varios baúles ya listos. Era fácil de adivinar lo que aguardaba a nuestras almas bajo aquel cielo nítido de primavera.
Al cabo.
Y en cuanto apagué la luz, quise escudriñar mi alcoba, cerciorarme de lo que la oscuridad había llevado a ella. Por entre los visillos del balcón se filtraba la luna, reflejándose en los espejos. Los muebles o sus sombras palpitaban como animales dormidos. Se escuchaba el reloj, el viento afuera. En mis sienes bullía un estremecimiento de fiebre.
Y soñé; soñé inacabablemente, aunque no recuerde bien mis sueños. Había música y muchas lágrimas; besos y murmullos desconocidos; cosas que jamás había oído.
El aleteo de las campanas tenía para mí algo de nupcial y también de nuevo. Vi esconderse la luna y aparecer para desaparecer enseguida.
¿Comenzaba a dormirme o a despertar?
Con la luz del día sentí en mi frente el consuelo del sol, que surgía de la noche.
Era una hora nueva, distinta, que debería ir reconociendo sin prisas, poco a poco, con mis dedos temblorosos.
Era el día, el único; el esperado.
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