“Tres días y unas horas”, un cuento de Francisco Tario

francisco tario

Uno de nuestros escritores más enigmáticos, raros, marginales e intensos es Francisco Tario (1911-1977); un narrador y dramaturgo que creó, particularmente en sus cuentos, atmósferas fascinantes, poéticas, pero también misteriosas y aterradoras que desvanecen nuestra percepción de la realidad, que penetran casi imperceptiblemente el mundo de los sueños. Un autor sin duda original que debe releerse.

En el número 79 de la revista Luvina se publica el cuento “Tres días y unas horas” de Francisco Tario:

Cuando llegamos al parque no serían más de las cinco y media de la tarde.

Soplaba una dulce brisa que abanicaba los árboles. ¡Oh, aquellos altos y viejos árboles, como ancianos legendarios, con sus largas barbas grises, que escucharan detrás de nosotros la salmodia diaria de nuestros amores!
Nos queríamos apasionadamente y no habría hecho falta preguntarlo. Bastaba con mirarnos todas las tardes, sentados en la misma banca, hablando en voz muy baja, como con temor a despertar a los pájaros que empezaban a acurrucarse en las ramas.
Se repetían a diario aquellos paseos por la tarde. A veces el parque estaba solo; otras, cruzaban ante nosotros grupos de chiquillos jugando, haciendo rodar una pelota o simplemente dando gritos, sobresaltando al sombrío paraje que a esa hora comenzaba a empañarse con la melancolía del crepúsculo.
Desde la banca se oía la fuente vecina y los pájaros acomodándose.
Generalmente nos sorprendía la noche.
Los días se deslizaban unos tras otros, todos iguales y el sol proyectaba nuestras sombras enlazadas como si fueran una sola. Nuestro amor nos embriagaba; era fragante y luminoso por las mañanas y melancólico y sombrío por las tardes. Seguía las horas del día y nos anunciaba siempre algo nuevo, inesperado, tierno.
El tiempo no se sentía transcurrir y producía un rumor como el de los pájaros, o el de la fuente, o el del reloj mismo.
Comenzaba abril. Despertaba en su alborada con una enigmática sonrisa. Era la víspera de nuestra boda.

Tu vida y la mía giraban en torno a un mismo centro: abril.
Tenían los días de este mes la apariencia de un sueño delicioso. Esta mañana dorada de primavera escondía para mí muchas emociones que el aire parecía querer conservar en mí tanto tiempo como durara el día.
Aquella tarde no hubo paseo.
Pero el día me trajo la felicidad más grande que había soñado: el poder traerte a mí y rescatarte de un mundo agrio para llevarte a un lugar lejano donde todo eran maravillas, desde el correr del agua hasta lo estrellado y limpio de las noches.
¡Pensar que tú, que me adorabas tanto, ibas a ser mía!
Por la noche, preparé mi ropa. Había en los pasillos varios baúles ya listos. Era fácil de adivinar lo que aguardaba a nuestras almas bajo aquel cielo nítido de primavera.
Al cabo.
Y en cuanto apagué la luz, quise escudriñar mi alcoba, cerciorarme de lo que la oscuridad había llevado a ella. Por entre los visillos del balcón se filtraba la luna, reflejándose en los espejos. Los muebles o sus sombras palpitaban como animales dormidos. Se escuchaba el reloj, el viento afuera. En mis sienes bullía un estremecimiento de fiebre.
Y soñé; soñé inacabablemente, aunque no recuerde bien mis sueños. Había música y muchas lágrimas; besos y murmullos desconocidos; cosas que jamás había oído.
El aleteo de las campanas tenía para mí algo de nupcial y también de nuevo. Vi esconderse la luna y aparecer para desaparecer enseguida.
¿Comenzaba a dormirme o a despertar?
Con la luz del día sentí en mi frente el consuelo del sol, que surgía de la noche.
Era una hora nueva, distinta, que debería ir reconociendo sin prisas, poco a poco, con mis dedos temblorosos.
Era el día, el único; el esperado.

(Continuar acá)

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Un perfil de Oliver Sacks en la revista etiqueta negra

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La revista etiqueta negra compartió hace dos días en su sitio web un extraordinario y extenso perfil de Oliver Sacks a cargo del también periodista y escritor científico Steve Silberman. Los invito a leer y gozar “Una inmersión en la mente del Dr. Sacks”:

En los últimos tiempos, Oliver Sacks ha su visión analítica hacia el interior de su propio ser, después de estudiar durante cuatro décadas las mentes de personas con desórdenes mentales como el autismo, el síndrome de Tourette, la pérdida de propiocepción y el repentino ataque de ceguera del color. Sus historias sobre las fronteras de la mente, traducidas a veintiún idiomas, le han valido una lectoría en todo el mundo. Sacks ha recibido el Premio Lewis Thomas, otorgado por la Universidad Rockefeller a científicos que han conseguido logros significativos en el campo de la literatura, y sus agudas observaciones han sido acogidas por un espectro más amplio de medios de comunicación y artísticos que los que haya alcanzado cualquier otro escritor médico contemporáneo. Su libro Despertares sirvió de inspiración para una obra teatral de Harold Pinter y para la película de 1990 en la que actuaron Robin Williams y Robert De Niro. Un capítulo de su libro Un antropólogo en Marte también recibió en el 2000 la atención de Hollywood y se convirtió en la película A primera vista. Su primer best-seller, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, se ha convertido en una obra de un solo acto, una ópera y una producción de teatro en francés interpretada por Peter Brook. Y es fácil entender por qué los directores de cine se arrebatan los derechos para escenificar las historias de sus pacientes. Al visitar la casa de un profesor de música afectado por una enfermedad mental, Oliver Sacks sacó de su bolso la partitura de Schumann, Dichterliebe, tomó asiento frente al piano mientras su paciente cantaba, y descubrió así que la desordenada mente del profesor se hacía fluida y coherente mientras duraba la música. En la era de consultas médicas de dos minutos, ese tipo de historias tienen un obvio encanto humano. Menos obvio resulta, sin embargo, la manera en que los métodos de Sacks a las corrientes que tienen cien años de prácticas médicas. Al contar las historias de sus pacientes, Sacks transformó el género de los informes de casos clínicos dándoles un giro de adentro hacia afuera. La meta de las historias de casos tradicionales era arribar a un diagnóstico. Para Sacks, el diagnóstico casi no viene al caso y es, más bien, una suerte de preámbulo o un pensamiento tardío. Ya que muchos de los casos presentados por él son incurables, la fuerza que mueve sus relatos no es la carrera en busca de un remedio, sino la lucha de cada paciente por conservar su identidad en un mundo cambiado por sus desórdenes.

En las historias de casos clínicos de Sacks, el héroe no es el médico, ni siquiera la medicina propiamente dicha. Sus héroes son los pacientes que aprendieron a sacar ventaja de alguna capacidad innata para poder crecer y adaptarse dentro del caos de sus caóticas mentes: la persona con el síndrome de Tourette que se convirtió en cirujano, el pintor que perdió la visión del color pero encontró una identidad estética más fuerte incluso trabajando en blanco y negro. Con el dominio de nuevas habilidades, estos pacientes se hicieron más completos todavía, individuos que se volvieron más poderosos que cuando estaban «bien».

Al devolverle a la narrativa un lugar central en las prácticas médicas, Sacks ha logrado que su profesión vuelva de nuevo a sus raíces: antes que la ciencia de la medicina se considerara a sí misma una ciencia, la médula del arte de la curación era el intercambio de historias. El paciente relataba al doctor una confusa odisea de síntomas, que el médico interpretaba y reconstruía convirtiendo el relato en pautas para un tratamiento determinado. La compilación detallada de historias de casos clínicos ha sido considerada como herramienta indispensable para los médicos desde las épocas de Hipócrates. Cayó en desuso en el siglo XX, y las pruebas de laboratorio reemplazaron a la observación, que requería demasiado tiempo, de modo que las evidencia «anecdóticas» fueron descartadas por una información más generalizada, y las visitas a las casa de los pacientes cobraron una pintoresca obsolescencia.

Nuestra concepción del cerebro ha seguido un curso paralelo hacia los modelos mecanicistas de la enfermedad y la curación. Desde que en el siglo XIX se descubriera que las lesiones del hemisferio izquierdo de la corteza cerebral causaban deficiencias características en el habla, el cerebro ha sido concebido como una compleja máquina construida de partes especializadas y precisas. Mientras la mente –el fantasma dentro de esta máquina- era un valioso objeto de estudio para filósofos y psicoterapeutas, el trabajo particular de los neurólogos consistía en trazar una suerte de mapa de los circuitos que mantenían el aparato en funcionamiento y en imaginar qué partes deberían ser reparadas si el sistema colapsaba.

Hasta la década pasada, la opinión prevaleciente entre los neurólogos no había evolucionado mucho más allá de la antigua idea de que las huellas de la experiencia quedan fijadas como imágenes precisas en la corteza, de la misma manera en que un sello dejaría su impresión sobre la cera blanda, tal como había descrito Platón. En años reciente, sin embargo, los avances en la ciencia cognoscitiva sugieren que los recuerdos aparecen al mismo tiempo en múltiples áreas de la corteza, como una red de historias ricamente interconectada más que como archivo de expedientes estáticos. Estos relatos subliminales moldean la percepción de manera real y están afectados a la retranscripción, de la misma forma en la que una vez el cerebro de Sacks modificó el recuerdo de una dramática carta que la había escrito su hermano convirtiéndolo en la imagen de una bomba que creía haber visto él de niño.

En sus libros, Sacks ya había anticipado estas modificaciones que ocurren en la mente, y que de ser decodificador pasivo y fantasmal del estímulo pasan a convertirse en un participante interactivo, adaptable y permanente innovador en la creación de nuestro mundo. Ahora Sacks ha volcado sus instrumentos de curación sobre su propia persona. Tanto en Uncle Tungsten: Memories of a Chemical Boyhood, como en su último libro, Oaxaca Journal (el recuerdo de una expedición para encontrar helechos en México), la psiquis que examina es la suya.

Continuar aquí la lectura.

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Oliver Sacks (1933-2015)

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Ayer domingo falleció el gran neurólogo y, sobre todo, escritor científico Oliver Sacks (Londres, 1933-Nueva York, 2015) a los 82 años, autor que dedicó su vida a explorar el cerebro humano, escuchar las historias de sus pacientes y entenderlos en su radical diferencia y soledad, para luego contar esos relatos (con destacada elocuencia y gracia literarias) a nosotros los lectores en libros tan memorables como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985), Un antropólogo en Marte (1995), Musicofilia (2007) y su reciente autobiografía On the move (2015). Su partida representa una gran pérdida que ya se ha dejado sentir en buena parte de los medios de comunicación y entre los escritores.

Les comparto un fragmento de la nota que apareció en El País y algunos otros enlaces para conocer un poco más de Oliver Sacks:

El neurólogo Oliver Sacks se enfrentó en los últimos meses a la tarea más difícil con la que pueda lidiar cualquier pensador, sobre todo alguien que dedicó toda su obra a tratar de entender el funcionamiento de la mente humana: explicar su propia muerte. En febrero, Sacks anunció en un artículo que padecía cáncer de hígado terminal y este domingo ha fallecido en Nueva York a los 82 años. Le ha dado tiempo a publicar sus memorias, On the move, que editará Anagrama en castellano en breve, y a escribir unos pocos textos en la prensa en los que, con su característica mezcla de humor y lucidez, exploraba las certezas de la vida cuando ya sabía que le quedaba poco tiempo aquí abajo. Una frase de aquel primer texto inolvidable, titulado De mi propia vida, que publicó The New York Times en medio de una conmoción global, resume sus reflexiones: “Por encima de todo, he sido un ser con sentidos, un animal pensante, en este maravilloso planeta y esto, en sí, ha sido un enorme privilegio y una aventura”.

Sacks, que nació en Londres en 1933 aunque desarrolló gran parte de su vida profesional en Estados Unidos, deja atrás un puñado de libros inolvidables como El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz (Viaje al mundo de los sordos), Un antropólogo en Marte, Con una sola pierna o Alucinaciones (su último título en castellano) y, sobre todo, a muchos pacientes cuya vida es mucho mejor después de haber pasado por sus manos. El fallecido Robin Williams, un actor cuya mente genial y frágil podría haberle convertido en uno de sus personajes, le interpretó en el cine en el filme de Penny Marshall Despertares que obtuvo tres candidaturas al Oscar en 1990.

En sus ensayos, publicados en castellano por Anagrama aunque el primer editor que lo lanzó en el mundo hispano fue Mario Muchnik, Sacks pretende explicar qué nos convierte en seres humanos, el extraño viaje entre la mente y algo que podríamos llamar alma, nosotros, cada ser individual. ¿Cómo funciona la memoria? ¿Por qué y cómo vemos, ven los ojos o ve el cerebro? ¿Qué significa poder oír, escuchar lo que nos rodea? ¿Qué son el amor y el deseo sexual? ¿Qué dicen de nosotros las alucinaciones? ¿Hasta qué punto un autista está aislado del mundo en el que vive? ¿Nos define una enfermedad que padecemos?

***

Mi tabla periódica, por Oliver Sacks.

De mi propia vida, por Oliver Sacks.

Un científico de letras, por Javier Sampedro.

La ceguera como don, por Juan José Millas.

Oliver Sacks, 1933-2015, por Jorge Comensal.

The Victory of Oliver Sacks, por Jerome Groopman.

Oliver Sacks, the Doctor, por Jerome Groopman.

Entrevista con Oliver Sacks (video).

El arte del médico, por Jesús Silva-Herzog Márquez.

The Oliver Sacks reading list, por Adrienne Lafrance.

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Crítica literaria en México, una entrevista con Eduardo Milán

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La Tempestad realizó una interesantísima serie sobre “El estado de la crítica en México”, abarcando la música, las artes visuales, la arquitectura, el cine y la literatura. En este último campo, Nicolás Cabral entrevista al poeta y ensayista Eduardo Milán (1952), para quien la poesía está ligada al pensamiento y éste a las formas poéticas. Para Milán la escritura es indisociable de la crítica. “Escribir crítica de poesía no es una cuestión de intermitencia: es una cuestión de pensamiento permanente”.

Acá pueden leer unos párrafos de la entrevista:

No eres propiamente un crítico, pero, además de tu trabajo poético, una parte fundamental de tu obra es ensayística; se trata de una escritura crítica sobre y desde la poesía. ¿Cómo entiendes el ensayo en términos críticos?

El ensayo para mí es una cuestión formal cada vez más pronunciada. El ensayo en Montaigne tiene una gran libertad temática, mucho mayor que la mayoría del ensayo que se escribe hoy, endeudado con una visión entre académica y “responsable”, en el sentido de que es tan decoroso y pudoroso en el tratamiento temático que es insoportable. Pero hay que esperar al siglo XIX para que alcance, con Simón Rodríguez, una libertad formal que admiro. En el XX hay ensayistas formalmente admirables –McLuhan, Buckminster Fuller, Cage, Pasolini y, antes, en el mismo XIX de Rodríguez, Thoreau. Es decir, la relación entre forma y tematización está planteada. Esto no siempre fue así en mi escritura. Es una libertad ganada, como toda libertad. Y como coletazo de esa libertad deseada viene la noción de crítica. La noción de crítica –más allá de la de ser o no ser un crítico como tal– es algo indisociable de la escritura para mí. Y en la escritura la crítica tiene que ser también una crítica de la escritura. De lo contrario aparece la escritura como territorio neutral. Y no es neutral. Es como ser político –con la distinción que los polítologos y cierta izquierda lacaniana hacen de lo político y la política–: es inseparable de la acción. De manera que la escritura crítica es la escritura si además conformamos en tal noción una participación de la forma como elemento dinamizador. Se trata de crear un cuerpo orgánicamente viable, por decirlo de algún modo. Eso se parece mucho, claro, a lo que llamas una escritura «desde la poesía», en mi caso. Pero, para mí, escribir desde la poesía es también escribir desde el pensamiento de la poesía y más todavía: es escribir desde el pensamiento. El pensamiento hoy va al rescate de la poesía que flota en un terreno polisémico que antes, para diferenciarla de zonas temáticas idealizadas, en España se llamaba “experiencia” como si experiencia y lenguaje pudieran estar separados. La poesía para mí tiene que ver con el pensamiento. Recuerda esa sección de mi libro Chajá para todos [2014] escrita en prosa poético-crítica que se llama Prosapiens, que intento que sea una prosa poético-pensante. Es decir, no me considero, por todo lo que media lo que escribo, un crítico. Crítico en el sentido de despliegue de pensamiento estético-filosófico es José Luis Barrios: pensamiento, dominio estético, escritura y política de primer nivel. Y sin autocensura, lo que es fundamental en este momento histórico.

Me gustaría saber por qué, luego de tu columna en Vuelta, dejaste de hacer el tipo de labor que conocemos como “crítica literaria”.

Lo que pasó luego de Vuelta tiene que ver también con lo que pasó con la experiencia de la crítica que escribí en Vuelta. Se trataba de abrir el panorama de la poesía mexicana a la poesía latinoamericana, sobre todo a la que conocía yo: la del sur. Pero aproveché para ampliar el marco y llegar a España, es decir a la lengua y más allá de la lengua, aunque más cerca, a la otra lengua latinoamericana, el brasileño-portugués. La manera que tuve que elegir, para no cansar con panoramas y panoramas –que nunca sirven cuando son mostrados como tales: como vistas–, fue escribir sobre libros en concreto. Para mi sorpresa resultó que empezaron a interesar los autores que yo trataba –recuerdo nítidamente a Perlongher y los neobarrosos, a Viel Temperley, a Appratto pero también a Ullán, a Leopoldo María Panero, a Olvido García Valdés, a Haroldo y Augusto de Campos y Décio Pignatari y la poesía concreta, a Paulo Leminski, Régis Bonvicino y otros–, además de las poéticas que representaban. Eso fue publicado con el nombre de Una cierta mirada [1989]. De manera que hice lo que hice en Vuelta por necesidad, es decir, una escritura de tal forma planteada por necesidad. No tenía sentido para mí seguir con aquello. Así que lo que me interesó fue establecer relaciones diferenciales o constelaciones, para citar a Benjamin: relacionar lo que hay con lo que hay y también con lo que no hay. De ahí surgen libros más teóricos, como Justificación material. Ensayos sobre poesía latinoamericana [2004], Una crisis de ornamento. Sobre poesía mexicana [2006][1] o No hay, de veras, veredas. Ensayos aproximados [2012], que es un libro más ambicioso donde relaciono todo lo que puedo en el marco de la lengua. Pero hay un libro que es un solo ensayo de 2006 que para mí es clave porque es una escritura crítica en deriva, Un ensayo sobre poesía, publicado en una colección de mínimos, volúmenes de bolsillo real, en Umbral, la editorial heroica de Jaime Soler Frost. En ese ensayo aparece todo esto que digo.

A mí lo que me interesa es relacionar o ausentar la relación, crear espacios de posibilidad distinta, no lugarizar ciertos lugares canónicos, lugarizar lo sin lugar, inventar ciertas miradas donde había antes decisiones autoritarias que se establecen porque sí, sin más; y, la verdad, esa forma de autoritarismo chicharrónico no tiene nada que decir, salvo en un ámbito muy local. Yo entiendo la escritura como apertura, no como un ruido seco, crujiente y seco

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Leila Guerriero, una autodidacta absoluta

Leila Guerriero

La revista Gatopardo publicó un adelanto del libro Zona de obras, de la periodista argentina Leila Guerriero (1967), en el que se reúnen ponencias y discursos ofrecidos a lo largo de varios años en seminarios, congresos, festivales, etc., dedicados a la labor periodística. La revista comparte tres textos estupendos que todo periodista o lector de periodismo debería leer: “El atardecer en un plato”, “Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano” y “El periodismo cultural no existe, o los calcetines del pianista”. Disfrútenlos:

El atardecer en un plato

Soy periodista.

Durante mucho tiempo pensé que la tarea de un periodista consistía, sobre todo, en ir, ver, volver y contar. Después, un día del año 2006, sonó el teléfono en mi casa. Al otro lado de la línea estaba Mario Jursich, editor colombiano, invitándome a participar del primer festival organizado por la revista El Malpensante en el que, a lo largo de un fin de semana en Bogotá, varios escritores, editores, filósofos y periodistas se reunirían para hablar sobre diversas cosas. Si yo aceptaba, debía preparar un texto cuya lectura tuviera una duración de veinte minutos y se encuadrara dentro de un tema definido que era, a la sazón, las mentiras del periodismo latinoamericano. Dije que sí y, para escribir esa conferencia —titulada, en efecto, Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano—, hice, por primera vez, lo que haría después tantas otras veces: ser, además de alguien cuyo oficio consiste en ir, ver, volver y contar, alguien que se pregunta por qué hace lo que hace, cómo hace lo que hace y para qué hace lo que hace. Desde entonces, en seminarios y talleres, en conferencias y mesas redondas, en columnas y ponencias (en Santiago y en Santander, en México y en Lima, en Madrid y en Bogotá), no he dejado de darle vueltas al asunto. Por decirlo de otro modo, desde entonces me convertí en una yonqui de esas preguntas: ¿para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe?

El destilado de esa adicción son los textos de este libro: un recorrido por la zona de obras, ese espacio destripado por la maquinaria pesada donde los cimientos todavía no están puestos y la cañería a cielo abierto parece la tráquea de un dinosaurio sin esperanzas. Un paseo por el caos, un vistazo al momento en el que todo puede derrumbarse para siempre o transformar- se en una canción que, quizás, valga la pena.

¿Para qué se escribe, por qué se escribe, cómo se escribe? Si de chica podía pasar horas acariciando la suavidad inverosímil del tapado de visón de mi abuela, al escribir estos textos —que se canibalizan entre sí, que trafican materiales de uno a otro, que rizan una y otra vez el rizo de preguntas sin respuesta— he sentido la misma pulsión: las ganas tensas, morbosas, de permanecer en ese lugar donde cualquier movimiento en falso podría destrozarlo todo, conteniendo el deseo de hundir los dedos como garfios en el corazón de esa materia frágil que —como los huracanes, como las mejores tormentas— sólo puede contemplarse a la distancia.

Una de las conferencias de este libro, llamada ¿Dónde estaba yo cuando escribí esto?, leída en Bogotá en 2007, dice que, al atardecer, el cocinero Michel Bras llevaba a los integrantes de su equipo de trabajo a la terraza de su restaurante en la campiña, y los obligaba a permanecer allí hasta que el sol se ocultaba en el horizonte. Entonces, señalando el cielo, les decía: «Ahora vuelvan a la cocina y pongan eso en los platos.» Estos textos son mis intentos por entender cómo se pone el atardecer en un plato. Aún no lo logro. Pero en eso estamos.

* * *
Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano

Voy a empezar diciendo la única verdad que van a escuchar de mí esta mañana: yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo. Y cuando digo nada, es nada: no tengo idea de la semiótica de géneros contemporáneos, de los problemas metodológicos para el análisis de la comunicación o de la etnografía de las audiencias. Además, me encanta poder decirlo acá, me aburre hasta las muelas Hunter Thompson. Y tengo pecados peores: consumo más literatura que periodismo, más cine de ficción que documentales y más historietas que libros de investigación.

Pero, por alguna confusión inexplicable, los amigos de El Malpensante me han pedido que reflexione, en el festejo de su décimo aniversario, acerca de algunas mentiras, paradojas y ambigüedades del periodismo gráfico. No sólo eso: me han pedido, además, que no me limite a emitir quejidos sobre el estado de las cosas, sino que intente encontrar algún porqué. Y aquí empiezan todos mis problemas, porque si hay algo que el ejercicio de la profesión me ha enseñado es que un periodista debe cuidarse muy bien de buscar una respuesta única y tranquilizadora a la pregunta del por qué.

No soy comunicóloga, ensayista, socióloga, filósofa, pensadora, historiadora, opinadora, ni teoricista ambulante y, sobre todo, llegué hasta acá sin haber estudiado periodismo. De hecho, no pisé jamás un instituto, escuela, taller, curso, seminario o posgrado que tenga que ver con el tema.

Aclarado el punto, decidí aceptar la invitación porque los autodidactas tendemos a pensar que los demás siempre tienen razón (porque estudiaron) y, más allá de que todos ustedes harían bien en sospechar de la solidez intelectual de las personas supuestamente probas que nos sentamos aquí a emitir opinión, elegí hablar de un puñado de las muchas mentiras que ofrece el periodismo latinoamericano.

Primero, de la que encierran estos párrafos: la superstición de que sólo se puede ser periodista estudiando la carrera en una universidad. Después, de la paradoja del supuesto auge de la crónica latinoamericana unida a la idea, aceptada como cierta, de que los lectores ya no leen. Y por último, más que una mentira, un estado de cosas: ¿por qué quienes escribimos crónicas elegimos, de todo el espectro posible, casi exclusivamente las que tienen como protagonistas a niños desnutridos con moscas en los ojos, y despreciamos aquellas con final feliz o las que involucran a mundos de clases más altas?

Ejerzo el periodismo desde 1992, año en que conseguí mi primer empleo como redactora en la revista Página/30, una publicación mensual del periódico argentino Página/12. Yo era una joven egresada de una facultad de no diremos qué, escritora compulsiva de ficción, cuando pasé por ese periódico donde no conocía a nadie y dejé, en recepción, un cuento corto por ver si podían publicarlo en un suplemento en el que solían aparecer relatos de lectores tan ignotos como yo. Cuatro días después mi cuento aparecía publicado, pero no en ese suplemento de ignotos, sino en la contratapa del periódico, un sitio donde firmaban Juan Gelman, Osvaldo Soriano, Rodrigo Fresán, Juan Forn y el mismo director del diario, Jorge Lanata: el hombre que había leído mi cuento, le había gustado y había decidido publicarlo ahí.

Yo no sabía quién era él, y él no sabía quién era yo.

Pero hizo lo que los editores suelen hacer: leyó, le gustó, publicó

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La literatura es más que una vía al conocimiento de uno mismo

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Como una especie de réplica al ensayo publicado por Jonathan Bate en New Statesman –en el que proponía que la lectura de ciertos libros como los clásicos generan una profunda conversación que nos ayudan a ser reflexivos y sentirnos seres humanos; crean una ruta hacia el autoconocimiento. Por lo mismo, la literatura es y debe ser un arte accesible para los lectores que no necesita de explicaciones— el profesor Lyndsey Stonebridge dice no estar seguro que los estudiantes de literatura estén decepcionados debido a que los estudios literarios se hayan vuelto especializados y con ello se les niegue el placer de la lectura; admite que Bate tiene razón en que necesitamos volver a conversar con los libros, sin embargo, se pregunta: ¿qué tipo de conversaciones deberíamos entablar con ellos? Como Orwell entendió, las conversaciones literarias que tenemos con los libros acerca de nuestra humanidad son también conversaciones políticas en torno a qué valoramos acerca de la democracia y cómo pensar y escribir para protegerlas.

Quizá no requerimos que alguien nos enseñe lo que la mayoría de nosotros ya sabemos: que los libros contribuyen a entender el proceso de ser humanos, pero sí que haya personas dedicadas a promover la relevancia pública y política de ese entendimiento. Quiénes somos pero también en qué tipo de sociedad queremos vivir.

Aquí les dejo un fragmento del texto (How books help us to be better political citizens):

As discussion of the refugee crisis gets ever more bitter and our screens fill with images of boats packed with refugees, devastated parents clasping their children, tear gas shooting into crowds over barbed wire, those who remember George Orwell’s Nineteen Eighty-Four well might be reminded of an early scene that is frighteningly reminiscent of what we are seeing today. When Winston Smith makes his first, defiant, diary entry he describes watching a propaganda film of the bombing of a boat of refugees in the Mediterranean. The bombs fall, a man drowns. A woman clutches her child to her breast. Another bomb. A child’s arm points up helplessly above the waves. The audience applauds. Writing the scene begins the process of dissent. Winston’s words fall out on the page in an inarticulate rush, and Orwell depicts a thought-crime in the making.

In a New Statesman review last week Jonathan Bate suggested that the humanism of the humanities has been rendered so opaque by university English departments that we now need a Professor of the Public Understanding of the Humanities to explain the value of literary study to us. If we’re not persuaded that we need help to understand our humanity, he suggested, we can instead read some very well written books about the pleasures of reading by some of the last men capable of claiming themselves the heirs of Montaigne (Bate was reviewing Alberto Manguel, Michael Hoffman, James Wood and Clive James).

I’ve been thinking about Bate’s remarks while re-reading Orwell, and wondering whether the inability to grasp that refugees drowning in the Mediterranean are also human beings might be connected to the much commented upon demise of the humanities both here and, more dramatically in the US. I think there is a connection. Bate suggests that writing opens up a conversation about how to be “thoughtful, feeling human beings”. This is why literature is a pre-eminently accessible art and why something has gone badly wrong if it now needs explaining to us. I would push that idea of accessibility much further. For Bate, the problem is that literary study has become so specialised, so benumbed by theory-speak, it has disappeared up its own rat hole. The non-specialist public is baffled, and students disappointed. I am not sure that English literature students are disappointed because they’re denied the pleasures of self-discovery, or that the problem is theory whose moment, in any case, has long passed. This generation have been politicised by current events in a way its teachers were not, and maybe books by erudite and articulate men writing about other erudite and articulate but dead men may no longer connect with them very profoundly. Bate is right that we need to begin to have a conversation with books again, but what sorts of conversations should we be having?

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La depuradora, un cuento de E.L. Doctorow

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De acuerdo con El Cultural la editorial Malpaso pondrá a circular los cuentos completos del extraordinario narrador norteamericano, recientemente fallecido, E.L. Doctorow (1931-2015). Una buena noticia para los lectores. El suplemento cultural nos ofrece un enlace para descargar el cuento “La depuradora“.

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Escribir con tinta y papel

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“Algunos asuntos requieren la lentitud de la escritura a mano, justamente porque el papel se resiste a la velocidad del pensamiento. Otros, sobre todo los que se han reflexionado mucho, se prestan mejor a ser tecleados, porque hace falta, literalmente, arrojarlos”, afirma Umberto Eco. A pesar de que ya casi todo se escribe en ordenadores, varios escritores se resisten a trabajar frente a la pantalla, prefieren la tinta y el papel porque aseguran que marca el ritmo de su escritura y su pensamiento. El Cultural nos ofrece un reportaje sobre el tema:

En 1982, en un artículo sobre hábitos literarios, García Márquez escribió: “La verdad es que cada quien escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es el manejo de sus instrumentos, sino el acierto con que se ponga una letra después de la otra”. Entonces uno podía escribir a mano o a máquina; hoy son más las posibilidades, si bien la mayoría de nuestros escritores utilizan exclusivamente el ordenador… ¿la mayoría? Juan Palomo, columnista de esta casa, se sorprendía hace meses al comprobar “cuántos autores escriben a mano sin las ventajas de los últimos PCs”. Y citaba a Juan Goytisolo, que escribe a máquina y tiene problemas para encontrar a alguien que le entienda la letra; a Javier Marías, que lo hace en una Olympia modelo Carrera de Luxe; a Amy Tan, quien, para mantenerse “más cerca de los pequeños detalles”, escribe siempre sus primeros borradores a mano; a Quentin Tarantino, que lo hace en libretas y con bolígrafos rojos y negros; a George R. R. Martin, que utiliza un viejo procesador de textos; y a Amelie Nothomb, que envía incluso sus respuestas por e-mail a mano, previo escaneo de sus sufridos agentes.

A mano, y casi siempre en bibliotecas, escribe Mario Vargas Llosa: “Me gusta el papel, la tinta -declaró en una entrevista-. Así comencé, y todavía hoy creo que el ritmo de mi mano es el ritmo de mi pensamiento”. Pere Gimferrer, que escribe su poesía a mano, en rojo y en una letra que, como Goytisolo, solo él entiende, dice que todo empieza en su cabeza: “Cuando me dispongo a escribir es porque tengo tanto escrito en la mente que es ya imposible retenerlo. Luego, al coger papel y lápiz y empezar a transcribir te van viniendo los siguientes versos, porque el pensamiento es mucho más rápido que la mano y ésta más veloz que el ordenador”.

Alejo Carpentier, que escribía a máquina, tenía que trabajar ciertos párrafos difíciles con lápiz y papel: solo así lograba resolverlos. Le ocurría como a Umberto Eco, que alterna la pluma y el ordenador en función de lo que esté escribiendo: “Algunos asuntos requieren la lentitud de la escritura a mano, justamente porque el papel se resiste a la velocidad del pensamiento. Otros, sobre todo los que se han reflexionado mucho, se prestan mejor a ser tecleados, porque hace falta, literalmente, arrojarlos”. Algo tendrá que ver el asunto -o la ambición- con el instrumento, pues John Banville, el más célebre de los escritores desdoblados, escribe sus novelas negras a ordenador (y en tres o cuatro meses), pero prefiere el papel para los libros que firma con su nombre, de más doloroso parto. Lo hace así, dijo en cierta ocasión, porque Banville escribe muy despacio para Black.

Carlos Fuentes escribía a máquina y solo con el dedo índice de una mano; con la otra fumaba. García Márquez se preguntaba en su artículo “cómo ese dedo pudo salir indemne de las más de 2.000 páginas de su novela Terra Nostra“. El propio Gabo escribía a máquina, con dos dedos, método al que se acostumbró siendo periodista. Otro escritor de raíces periodísticas, Ernest Hemingway, lo hacía a mano o a máquina, pero siempre de pie. Dejó dicho que las cosas importantes, como boxear, se hacían siempre en esa posición. También de pie escribe Eduardo Mendoza, que ha declarado que solo así logra dar tensión al texto. Los hay que directamente no escriben, sino que dictan, como hacía Henry James y hoy sigue haciendo Álvaro Pombo

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El abrazo, un poema de Valerio Magrelli

Tú duermes junto a mí, yo me inclino
y acercándome a tu rostro me duermo
como una vela que recibe
la llama del pabilo de otra vela.
Y las dos lucecitas permanecen
mientras el fuego pasa y el sueño sigue.
Y mientras sigue, vibra
la caldera del edificio en el subsuelo.
Arde allá abajo una naturaleza
fósil, allá en lo hondo
arde la prehistoria; muertas
turbas sumergidas, fermentadas,
llamean en la calefacción del cuarto.
En una oscura aureola de petróleo
la habitación es un nido calentado
por residuos orgánicos, por hogueras, putrefacciones.
Y nosotros, pabilos de vela, somos las dos lenguas
de esa única antorcha paleozoica.

Este maravilloso poema aparece publicado en la revista Letras Libres de agosto 2015, en una versión del italiano de Fabio Morábito.
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Lectura para la vida

Michel de Montaigne

(Fotomontaje de Dan Murrel)

¿En qué sentido los libros (mejor dicho, las obras literarias) pueden ayudarnos a ser mejores seres humanos? ¿La literatura puede servir de terapia o es una ruta para el conocimiento de uno mismo, para el autoexamen y la empatía por el otro (como afirma Martha Nussbaum)?

Jonathan Bate, a propósito de la lectura de cuatro libros, Curiosity, de Alberto Manguel, Where have you been? Selected essays, de Michael Hofmann, The nearest thing to life, de James Wood, y Latest readings, de Clive James, cuyo tema en común podría simplificarse en la experiencia placentera de leer, en la literatura como aquella cosa cercana a la vida, considera que ciertos libros como las obras clásicas de la literatura nos ayudan a ser reflexivos, a sentirnos seres humanos. La experiencia de leer a los clásicos es un diálogo genuino con el muerto; la gran conversación con los muertos de la que también hablaba George Steiner. Para Manguel, por ejemplo, Dante y Montaigne son presencias vivas: respiro, palpitar, lectura para la vida.

Van los primeros párrafos de este ensayo publicado en New Statesman:

Last month, the American literature expert Sarah Churchwell, a familiar figure from review columns and literary prize judging panels, was appointed to the position of Professor of the Public Understanding of the Humanities in the School of Advanced Study at the University of London. The name of the chair is adapted from one established in Oxford 20 years ago when Charles Simonyi, then head of Microsoft’s intentional programming team, endowed a professorship for the public understanding of science. The remit of that chair was “to communicate science to the public without, in doing so, losing those elements of scholarship which constitute the essence of true understanding”. In reality, the original purpose was to give a platform to Richard Dawkins. Simonyi, who was, I think, the first to call him “Darwin’s Rottweiler”, was a great admirer of the clarity of exposition in Dawkins’s books The Selfish Gene and The Blind Watchmaker. Since Dawkins’s retirement, the Oxford chair has been held by the mathematician Marcus du Sautoy.

Most members of the public will readily understand the need for a professorship of the public understanding of such important but difficult disciplines as biology and mathematics. During the past 20 years, enormous benefits have flowed from the work of “popular” science writers and broadcasters (some say that the pop-star scientist Brian Cox single-handedly arrested the alarming decline in the number of students applying to university to study physics). But why do we need a parallel position for the humanities?

“Know then thyself, presume not God to scan;/The proper study of mankind is man,” wrote Alexander Pope in the 18th century (ignore, for now, the gendering of the pronoun): the humanities is the blanket term for the study of human beings, ourselves, our ideas and our passions, our cultures and our histories. Does the public really need a professorship devoted to the communication of such disciplines as literature and history? Shouldn’t all work in the humanities be accessible to the public anyway? Do Socrates, Shakespeare and Hitler need the same kind of “translation” (or simplification) that is necessary to create wide understanding of black holes, the phenotypic effects of a gene or the reconciliation of general relativity with quantum mechanics?

When Melvyn Bragg treats a science subject on In Our Time on Radio 4, most of us get lost at some point in the course of the programme. This doesn’t usually – and certainly shouldn’t – happen when the subject is the Russian Revolution, Romantic poetry or the Yoruba religion. The intuitive view would be that the humanities become “difficult” only when they approach the sciences; for instance, when you try to explain advanced formal logic or Chomskyan transformational grammar. Might the very creation of a chair in the public understanding of the humanities suggest that something has gone badly wrong with the way that the humanities are now studied in universities? And might that be one cause of the haemorrhaging of students away from the humanities in the US in recent years?

In a learned book published last year, ­Philology: the Forgotten Origins of the Modern Humanities (Princeton), the scholar James Turner argued that such academic subjects as classics, literary study, history, art history, anthropology, comparative religious studies and, for that matter, the bedevilling division between the natural and the human sciences, can be traced back to the splintering of the master discipline of “philology” – the pursuit of wisdom through the study of written words – in the late 19th ­century.

Before the age of overspecialisation, a Harvard professor such as Charles Eliot Norton (an admirer of the polymath John Ruskin) could move with ease between textual editing of John Donne’s poetry, the linguistic study of Dante’s Divine Comedy, ­medieval architecture, art history and classical archaeology. He was a professor of the public understanding of the humanities avant la lettre, but he wouldn’t get tenure in today’s academe, where it is necessary for young scholars to prove themselves by way of “original research” on ever narrower themes. The more specialised the object of study, the less accessible – or, for the most part, of interest – it will be to the public.

Literature ought to be the most accessible of disciplines. Yes, it will help with your in-depth understanding of the character of Levin in Anna Karenina if you know a little bit about the history of the emancipation of the serfs, but “public understanding” of the novel’s core matter – getting married, getting bored, falling in love with someone else, committing adultery – is within the grasp of any literate grown-up human being. In the late 20th century, however, there was a sustained assault from within the profession of literary studies on the very idea of common humanity and (Virginia Woolf’s phrase) the “common reader”. If a student said, “Yes, I know that Anna Karenina is a fictional creation but I understand how she must have felt and this understanding helps me to understand myself,” they would be told, “It is an error to treat a literary character as anything other than a rhetorical or linguistic or formal or historical or social or gendered construct; all literary texts are racked with fissures, gaps and self-contradictions, and all authors are locked within the ideological frameworks of their age; that is what it is our business to unpack, critique and deconstruct.” And the student would become rather miserable, lose their love of books and go off to do a postgraduate law conversion course

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Un poema de Joan Margarit

Querer es un lugar

Sentado en un tren miro el paisaje
y de pronto, fugaz, pasa una viña
que es el relámpago de alguna verdad.
Sería un error bajar del tren
porque entonces la viña desaparecería.
Querer es un lugar, y siempre hay algo
que me lo revela: una azotea lejana,
la calle vacía de un director de orquesta,
con una rosa apenas, y los músicos tocando solos.
Tu cuarto al romper el día.
Por supuesto, el canto de aquellos pájaros
en el cementerio, una mañana de junio.
Querer es un lugar.
Perdura en el fondo de todo: de allí venimos.
Lugar donde la vida va quedando.

*Publicado en la edición de agosto de 2015 de la revista Letras Libres.
Versión del catalán de Ernesto Hernández Busto.
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Una entrevista con James Wood

james wood

Isaac Chotiner, colaborador del sitio Slate, entrevistó al que quizás es el crítico literario más importante en los Estados Unidos: James Wood, quien escribe para la revista The New Yorker.

¿De qué manera las nuevas tecnologías han cambiado las formas de leer? ¿Cómo incide el envejecimiento en la escritura de los críticos? ¿Escribir ficción, ser autor de novelas o cuentos, afecta la manera de escribir crítica? ¿Se puede abandonar la pluma y los ojos de crítico para tomar un libro y leerlo por el puro placer? Para James Wood no hay, nunca hubo, competencia entre placer y análisis: disfruta escribir crítica de libros. Les comparto un fragmento de la charla:

Isaac Chotiner: Has writing fiction changed the way you think about writing criticism?

James Wood: It is some time ago that I wrote a novel. I am trying to write another novel—I hope a better one—now. I don’t know that it materially affected the way I read. I think for me that the creative and critical were always very intertwined. I do think that, though I was determined to deny it in a bullish manner in 2003 and 2004 when my novel came out, perhaps it did inaugurate a slightly milder tone in my own criticism. I just became generally a bit more sympathetic to how difficult it is to write a successful novel. It didn’t mean that I stopped writing occasional negative reviews, but I think there was some demonstrable change in tone.

It does seem now that you are writing more about books or writers you like, or trying to call attention to new novelists that people may not know, rather than taking down big writers. It’s interesting that you ascribe that change to novel writing rather than switching from the New Republic to the New Yorker.

It’s hard to know to what extent it was the act of putting out a novel: writing it, publishing it, having it reviewed. And to what extent it was that inevitable change from one institution to another. There was no doubt for me that when I moved from the New Republic to the New Yorker, from a smaller magazine to a larger magazine, that I had to rethink a little about the way I was going to write. And indeed that was part of the attraction of the change. Small magazines partly survive on militancy. And that’s very important. And there might be a part of me that would want the New Yorker to be more militant, and to have something more of the small magazine pugilism, but I was aware that my approach to writing criticism would change, and I was happy for a change. There was a sense of repeating myself, of digging deep into the same groove again.

When you go back and look at your old stuff, then, do you feel there were some writers you should have been more generous to?

Right, well generally I wish I’d slowed down a bit more with David Foster Wallace. And indeed I took the opportunity to try to do that later by choosing Brief Interviews With Hideous Men as a book to teach. That is sort of a nonpublic or nonprint way of taking the time that wasn’t available in journalism, and forcing myself to be less judgmental. The classroom isn’t really the place for those sorts of judgments and 80 percent of your students are going to be Wallace-heads anyway. So that’s a writer who I look back on with some ruefulness.

Strangely enough, although it was one of my most vicious, and gleefully vicious pieces, the piece on George Steiner would be one. There’s nothing that I think is wrong, objectively speaking, but when I look at the tone it makes me wince a little. I was 31 or 32 or something. It has a young man’s swinging aggression. [Laughs]

I went back recently and read a very negative piece I’d written, and while there was no specific sentence that I thought was factually wrong, I did wonder about the focus and the tone.

It’s just the sort of smarty-pants tone thing.

Yes, exactly, which I will now try to take in this interview. But despite all this, I do think our culture is filled with people being too nice.

Absolutely.

And of course great criticism is often very, very sharp. Is there any way in which being at the New Yorker inhibits you? If you wanted to write a really nasty piece about Jonathan Franzen—or, let me rephrase, if you read the new Jonathan Franzen book, and thought, “I want to write something really vicious about that,” is there a way in which you are inhibited because the institution you write for is the home to Franzen and so many of today’s great fiction writers?

Yeah I think there probably is actually an institutional block there. And yeah, I think that is an inhibition. So far, for me, it’s been productive because I’ve tried to find ways around it. So in other words, you know, don’t just review the new Pynchon or, as it might be, the new Franzen. Instead try Elena Ferrante. And I love doing that. Whether one can keep on doing that I don’t know. I mean obviously there’s always something wonderful to be discovered.

But you get to choose the kinds of things you’re reviewing?

I do, I do. But yeah, I think there are probably certain sensitivities around writers who write regularly as journalists for the magazine or whose fiction is regularly accepted. And of course that was never a problem at the New Republic.

Have you read the new Franzen?

I haven’t read the new one, no.

He is obviously very interested in technology. So is Dave Eggers. So are many other writers. Are there any whom you think have captured the technological changes of this era particularly well?

I suppose you would certainly have to credit Wallace here. He was turning out to be a good deal more conservative than we took him to be and probably not least in terms of technology. He was also someone who spoke to so many people of his age because the fiction seemed in some way to be such an embedded response to the distractions and seductions and perhaps the insanity of technological life in all its forms. I recently wrote about this Chilean writer Alejandro Zambra, who has a book out called My Documents.

This is the post-Pinochet writer?

Yeah, he’s an interesting post-modernist who is not in any easy postmodern way in flight from history. Quite the opposite. He is caught up in Chilean history. His characters are completely computer conversant. He has a story that tells the tale of the decline and break-up of a relationship by narrating the couple’s use of a shared computer. I felt constantly—and this was something I don’t usually feel about contemporary writing—that I was in the presence of someone who really wanted to make the computer an element of their text.

What about with you? Do you find yourself lying in bed and picking up Madame Bovary and then looking at your phone instead?

I’m sure I do. I’m more easily distracted, I have a shorter attention span, and I’m probably more daunted by longer books than I would have been 10 years ago. To what extent that’s just being a parent and having less time for everything I don’t know, but it’s definitely there.

You’ve been a critic for 25 years, and I was wondering the degree to which you are able to read not as a critic? Can you read differently on vacation than when you are reviewing?

I think it is the same for me.

You have a pen and everything?

For me, there’s no competition between pleasure and analysis. And there never was. That might be the self-selecting answer as to why I became a critic. At exactly the moment that I wanted really to write, and started writing poems and then trying to write bad fiction, I was reading with a view to learning stuff. I was reading poetry. How did Auden do his stanza forms? And I was trying to copy those. What’s a successful poem, what’s an unsuccessful poem?

So you were looking at sentences?

Right. What’s a good sentence? I don’t think I’ve changed. I am as sincerely interested in novels that fail as I am in novels that succeed. I just want to work them out. It’s a pleasure for me actually

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Un mapa para el lector común de historia

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Letras Libres publica en su número de este mes una interesante y amena reflexión de Mauricio Tenorio Trillo sobre qué leer, cómo leer y hasta dónde leer libros de historia, sobre todo hoy que parecen abundar y gozar de muchos lectores las novelas históricas y los bestsellers. ¿Cómo debe moverse el lector común, pues, entre tantos libros? Mauricio propone lo siguiente:

Existen más libros –en papel o electrónicos– que nunca antes, lo cual no quiere decir que haya más variedad y más lectores. Fernando Escalante o Gabriel Zaid lo han explicado ya. Aquí hablo de libros de historia y de lectores en mangas de camisa, porque lectores los hay por trabajo y por pasión y yo creo que existe el lector(a) de historia por pasión; a ese lector me dirijo, a ese devoto, pero no experto, que lee historia porque le gusta. Pero ante tanto libro, ¿qué leer?

I.

La relación entre el lector común y la historia presenta dos paradojas enlazadas:

1. a. Los historiadores profesionales dan soponcio ßà b. la historia vende.

2. a. Nunca antes hubo acceso a tanta historia (libros, internet, cine) ßà b. en términos de conocimiento histórico, para el lector común no se demanda ni oferta mucho más que variaciones de lo mismo que se viene diciendo por más de medio siglo.

Probar o desmentir 1a es innecesario. La proposición es irrefutable: si lo que hacemos los historiadores profesionales es bueno o malo, es discutible, pero no el soponcio que producimos al lector común.

Probar 1b con rigurosidad llevaría a listar los libros de historia y las novelas históricas que han estado en las listas de los más vendidos, digamos, en la última década en Argentina, España, Francia, México o Estados Unidos. No lo haré, pero lo afirmo: la historia vende, no se requiere fe para estar de acuerdo conmigo, cualquiera que visite librerías, que sea adicto a series de televisión o al cine o que frecuente quiscos de revistas, coincidirá que la historia ha de vender, porque si no ¿por qué hay tanta?

De 2a digo que es una verdad absoluta pero engañosa. Una simple búsqueda en el catálogo más completo de bibliotecas del mundo (Worldcat), revela lo siguiente: bajo la materia “México-Historia”, con fecha de publicación entre 1950 y 1970, se agrupan 14,500 entradas, sobre la materia “Estados Unidos-Historia”, 93,500; entre 1971 y 1990, la cifra asciende a 30,000 y 200,000 respectivamente. Y de 1991 a 2014 se registran 91,000 entradas clasificadas como historia de México y medio millón de historia de Estados Unidos. Datos impresionistas, sin duda, pero que sirven para entender lo obvio. Existe una mayor producción historiográfica, no necesariamente mejor historia pero sí más producción universitaria y más puestos de historiadores. Habría que sumar también la revolución digital: existe un “archivo” (virtual) donde hay millones se páginas de todo tipo de temas y momentos históricos, en el cual reina su majestad Wikipedia, el oráculo de la sabiduría de nuestros estudiantes, tertulianos y comentaristas de periódico. Además, varios archivos han empezado a digitalizar sus fondos y hoy existen miles de documentos en la red: medievales, del siglo xix, carpetas desclasificadas del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Todo ello sin mencionar a Google Books y HathiTrust (casi 12 millones de volúmenes digitalizados), dos inmensas bibliotecas virtuales que hacen pensar que, en teoría, los historiadores, los novelistas históricos o los sesudos comentaristas no necesitarían moverse de su silla para escribir y saber toda la historia.

Sin embargo, el acceso a la mucha historia es engañoso. No está todo y en términos de investigación histórica no se ha inventado una manera mejor que perderse en archivos y bibliotecas. Además, cualquier archivo tradicional da más libertad para el hallazgo que internet. ¿Qué tanto somos nosotros quienes buscamos en Internet y qué tanto somos los buscados? Los resultados de Google, y el orden en que aparecen, o nos pierden o nos recetan una interpretación sobre lo que se considera importante. De acuerdo, mucho internet, pero ¿qué leer?

Es un sueño creer, en México o en Brasil, que todo mundo tiene acceso a la red, sin contar con que las grandes colecciones digitales de libros, revistas o documentos son privadas y requieren de carísimas suscripciones que solo pueden costear las universidades. Es indudable, sin embargo, que vivimos tiempos de la “mucha historia” y tanto sol no deja ver –la abundancia hace difícil el consumo de historia para el lector común.

¿Qué leer? ¿Cómo empezar? ¿Qué información es confiable? ¿Qué interpretación es buena o reveladora? ¿A quién creerle? Esto, me temo, sigue siendo cuestión de expertos o de lectores de raza, de esos obsesionados con libros y con la historia. Así de feo y elitista.

De 2b –que en términos de conocimiento histórico, para el lector común no se demanda ni oferta mucho más de lo mismo– no puedo hablar con datos solo con la experiencia de años de dialogar con estudiantes, profesores de preparatoria y secundaria, doctores, abogados, científicos… En México, en la fiebre centenaria y bicentenaria, se consumió “novela histórica Google” que repetía lo de siempre. No hubo siquiera una nueva suma historiográfica que revolucionara la consideración pública de la historia nacional como lo hizo en su día México, su evolución social. En Estados Unidos sí han habido libros o documentales “de difusión” que han creado variaciones en la conciencia histórica. Temas como la American Revolution (la revolución de independencia) o la Guerra Civil son demandados y consumidos con giros y apéndices nuevos e interesantes. Pero en México pasa esto: no hace mucho departía yo mesa con dos abogados de renombre, un pedagogo, una economista y un editorialista y caricaturista de fama nacional, todos cultos y viajados, vamos, el tipo ideal del lector común de historia. Uno de los abogados es tan culto que trama una novela histórica y preguntó al amigo historiador (yo): ¿por qué la diferencia de desarrollo entre México y Estados Unidos? No pude contestar, el editorialista, en cambio, se lanzó tremenda explicación que al unísono la mesa coreó y apuntaló con variaciones sobre eternos temas: protestantismo vs. catolicismo, ellos mataron indios vs. nosotros no, individualismo vs. colectivismo, Inglaterra vs. España… Eso sí, aquí y allá los viejos argumentos se endulzaron con genética, economía, biología o teoría de juegos, todo sacado al pelo del último libro de Niall Ferguson o Steven Pinker. Gente culta, estos consumidores de la “historia de difusión”. Pero parecían no haber recibido nada diferente a lo que se leía a fines del siglo xix ni tampoco querían saber más. No es que yo, el historiador, no pudiera, en lengua franca, meter alguna duda en los lugares comunes, es que esas dudas “no se ocupan”. De cualquier forma, probar 2b es dilatado y complicado. Aquí sí, pido fe: sé de qué hablo. E incluso si no se me creyera, concédaseme que tanta historiografía que se produce no llega al lector común y que entre tanto libro e internet es difícil decidir qué leer.

Ante estas paradojas, para saber qué leer y cómo en los tiempos de los demasiados libros, los monopolios editoriales, los grandes premios, los bestsellers efímeros, faltan mapas de circulación. Las guías convencionales son las reseñas de libros y las discusiones historiográficas en los suplementos y revistas no académicas. También sirven de guías los programas de radio dedicados a la historia, las revistas de lo que los ingleses llaman public history. En inglés, existen algunas pocas; en español, muchas menos. Cada aniversario de esto o aquello habrá un número de la revista x dedicado a la discusión, pero no muchas reseñas de libros de historia. Y los tertulianos que, en los medios de comunicación, discuten public history hablan de datos y anécdotas o promueven sus propios libros, pero hablan poco de libros de historia. En español, la discusión de historia existe, mejor o peor, en las revistas especializadas. En México, Istor reseña sistemáticamente historia con un público no especializado en mente. Nexos y Letras Libres cada tanto incluyen un libro de historia en su sección de libros. ¿Por qué ese libro y no veinte más que han salido? La respuesta casi siempre tiene que ver con redes, con amigos y enemigos, pero no con guiar al lector de historia.

Como todos los de mi gremio, soy burdo en traducir y en resumir lo que los historiadores vamos discutiendo y descubriendo. Culpa nuestra. Quiero al menos ofrecer un somero mapa para el lector común de historia. Pero antes acordemos la anatomía mínima del libro de historia

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Tres poemas de Clarisse Nicoïdski

clarisse

La editorial Sexto Piso publicó un libro bellísimo de los poemas completos de Clarisse Nicoïdski (Lyon, 1938-París, 1996), considerada por la crítica como “la poeta de lengua sefardí más importante del siglo XX”. Les comparto tres poemas del libro El color del tiempo:

cuéntame la historia
que camina en tus ojos
cuando los abres por la mañana
cuando el sol
entra con su aguja de luz
en tus sueños

De Los ojos Las manos La boca (1978)
***

una mano tomó la otra
le dijo no te escondas
le dijo no te cierres
le dijo no te espantes

una mano tomó la otra
puso un anillo al dedo
puso un beso en la palma
y un puñado de amor

las dos manos se tomaron
levantaron una fuerza
para tirar paredes
para abrirse los caminos

De Los ojos Las manos La boca (1978)
***

seguiremos nuestro antojo
hasta el nuevo amanecer
ya te daré mi locura
tú me darás tu poder
o mi poder
o tu locura
y nos iremos por el camino
que lleva cerca del calor
calor del mar
de los vapores
que en tus ojos
están esperando

De Caminos de palabras (1980)

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La lectura casi ha desaparecido

El acto de leer y la mirada atenta, reflexiva e interrogadora sobre el arte casi han desaparecido en la actualidad, afirma el ensayista Rafael Argullol en su artículo “Vida sin cultura” (El País, 6/3/2015). Esta expresión puede parecernos exagerada y hasta equivocada, pues hoy tenemos la impresión de que cada vez más personas tienen acceso a los textos y que es posible visitar y recorrer museos en forma virtual cuando se quiera; lo cual es cierto. Parece incluso que estamos leyendo todo el tiempo, aprovechando las ventajas que nos ofrecen nuestros teléfonos inteligentes, tabletas, e-readers y, en fin, la web. Por doquier vemos individuos con el rostro y los ojos hundidos en las palabras o imágenes que reflejan los dispositivos. ¡Nunca se había leído tanto como hoy!, repiten aquí y allá los más optimistas. Si esto es así, ¿en qué sentido puede sostenerse, como lo hace Argullol, que el hábito de la lectura se ha desvanecido drásticamente; que la mirada hacia las obras de arte ha perdido calidad?

Cuando el escritor se refiere al acto de leer no está pensando en la lectura de noticias breves, titulares de periódicos, cápsulas informativas, tarjetas explicativas para burócratas incultos, manuales, bocadillos insípidos de palabras, mensajes…, sino al acto de leer un texto cuya complejidad exige atención, lentitud y soledad. Un texto literario o científico que desafíe nuestra inteligencia, que nos aguijonee mentalmente, que eche andar nuestra memoria y nos obligue a detenernos un poco o mucho en su lectura, sin prisas, con pausa y sin mayores distracciones que las provocadas por la misma lectura. Es este hábito lector el que ha disminuido considerablemente. Según la encuesta que se revise, no se lee nada o se leen sólo baratijas de moda que nos lanza el mercado y libros de curanderos, pseudofilósofos o sanadores que prometen la redención aquí en la tierra. En todo caso, textos que se apartan decididamente de la complejidad en la que está pensando Argullol.

La velocidad que nos demanda la vida de consumo y la brava marea de la información actuales se oponen al sosiego requerido por ese tipo de lecturas. Ya no se quiere leer (o sea, perder el tiempo): basta con engullir durante el día trozos de información que dan la apariencia de que se ha leído, se está informado y se es, ay, culto. Leer implica algo más difícil a lo que pocos están dispuestos: retirarse y guardar silencio temporalmente, desconectarse de tanto distractor, asociar lecturas y cruzarlas con la vida, paladear e interrogar aquello que leemos. “El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad”, escribe Argullol.

Lo mismo suele ocurrir con el pseudoespectador de hoy, quien ya no se detiene a mirar con cuidado una imagen, una pintura, un filme. Su mirar no reflexiona, no cuestiona, no dialoga, no pone en duda lo allí planteado, no se pregunta por su sentido. Su mirar ya no mira, digamos. Lo importante no es ya la observación atenta hacia la obra de arte, sino el falso prestigio de asistir a los cocteles que se organizan en los museos u otros lugares, tomarse una selfie y compartirla de inmediato en las redes sociales. Incluso hay astutos (más sinceros y congruentes, según mi opinión) que ni siquiera se demoran en apreciar lo que se expone, van por lo primordial: los canapés y las relaciones sociales. La suya, si es que la hay, es una mirada de muy baja, cuando no nula, calidad.

Lo que preocupa al escritor español, y creo que a muchos de nosotros, es que con esa disminución del acto de leer con cierta complejidad y el empobrecimiento de la mirada se ha vuelto complicadísimo para muchos jóvenes no sólo entender los textos de cierta extensión y profundidad, sino ser capaces de interrogarlos, de leerlos con una mirada crítica, paciente, desconfiada, informada, polémica. La prisa, la utilidad, el picoteo febril de la información, la banalidad, el exhibicionismo y los escándalos del día prevalecen entre los pseudolectores y pseudoespectadores de hoy. En ese sentido, puede afirmarse que los actos de leer y de mirar de los que nos habla Argullol están perdiendo la batalla en esta sociedad del consumo.

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Nostalgia. Un poema de Rosario Castellanos

Ahora estoy de regreso.
Llevé lo que la ola, para romperse, lleva
-sal, espuma y estruendo-,
y toqué con mis manos una criatura viva;
el silencio.

Heme aquí suspirando
como el que ama y se acuerda y está lejos.

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Roger Ebert: la vida misma

Fernanda Solórzano escribe en Letras Libres una interesante reflexión sobre el crítico de cine Roger Ebert y el documental que narra su vida: Life itself. Roger fue parte fundamental de una generación de críticos que no dudó en utilizar las ventajas que le ofrecía la web y de conectar con públicos más amplios. Les comparto un fragmento del texto de Fernanda:

Nadie puede arrebatarle a Roger Ebert el título del crítico de cine más popular de Estados Unidos. Tras su muerte en abril de 2013, periódicos, revistas y programas en varios países le dedicaron el tipo de tributo asociado a quienes protagonizan y dirigen películas, no a los que escriben sobre ellas. Sin embargo, hubo un tiempo en que Ebert era considerado un crítico ubicuo y sin relevancia. Para la comunidad cinéfila “seria”, Ebert y su colega Gene Siskel eran culpables de reducir el análisis del cine a una cuestión de “pulgares arriba” o “pulgares abajo”: el gesto con el que los críticos remataban sus comentarios sobre películas en sus populares programas de televisión.

El ensayo que mejor documenta la cruzada contra la crítica “rápida” fue escrito por Richard Corliss, crítico de la revista Time. Se titulaba “All thumbs: Or, is there a future for film criticism?” y apareció en la edición de marzo/abril de 1990 de la revista Film Comment. En él, Corliss hacía un recuento reverencial de la crítica de cine “de tipo elevado” y afirmaba que sus exponentes –James Agee, Manny Farber, Andrew Sarris, Pauline Kael– eran una especie en extinción. Serían reemplazados, decía, por “un servicio al consumidor que es todo pulgares y cero cerebro”. Corliss argumentaba que la pantalla podía ser una herramienta útil en el estudio del cine dirigido a un público amplio. Así lo demostraban, agregaba, los magníficos análisis cuadro por cuadro que conducía Roger Ebert en algunos festivales. “Sí, ese Roger Ebert”, remataba, confiando en que los lectores compartirían su desencanto al comprender que se refería a uno de los conductores de Siskel & Ebert & the movies, donde los críticos “jugaban a ser emperadores romanos”.

Ebert respondió en el número siguiente de la revista con el ensayo “All stars: Or, is there a cure for criticism of film criticism?” –una invitación serena a reflexionar sobre las necesidades de los nuevos espectadores de cine–. “Llegó la era de la reseña de cine instantánea y empaquetada –arrancaba, desarmando a Corliss–, y muchos asistentes al cine no tienen tiempo de leer a los críticos serios y buenos –los Kaels y los Kauffmanns–.” Lo que Corliss no comprendía, agregaba, era que la nueva tendencia de productores y editores de ofrecer en sus medios “veredictos” de los estrenos, era preferible a la nula difusión que tenía la crítica de cine en los años sesenta. Ebert instaba a Corliss a recordar que fuera de la academia y de un par de revistas especializadas, nadie publicaba comentarios sobre películas. (De la televisión, ni hablar.) Era cierto que la calidad del cine se había ido a pique, pero el interés por comentarlo se había multiplicado de forma exponencial. Y eso, decía, era un motivo para celebrar.

Corliss y Ebert recrearon una escena recurrente en la historia de la cultura. Toda innovación técnica que promete acercar las ideas a mayor cantidad de gente es percibida como un peligro para la integridad de esas ideas. El trasfondo suele ser el miedo de grupos cerrados de perder la custodia de las obras, los libros, los debates. Cada época tiene visionarios que confrontan y se convierten en verdaderos protectores de una tradición. Ebert previó la revolución mediática de fines del siglo y supo que la crítica solo sobreviviría si dejaba de aferrarse a la tinta y el papel. Las razones por las que Ebert insistía en que los críticos debían de aliarse con los medios de masas explican que unos años después aprovechara como ningún otro crítico las posibilidades que le ofrecía la web.

La revaloración de Roger Ebert comenzó apenas en la última década. Podría atribuirse a su presencia en las plataformas virtuales, pero la sola expansión de su base de lectores no era suficiente para que se le percibiera distinto. Tampoco su muerte habría bastado para que algunos lo elevaran de rango. Fue otro incidente el que aceleró su vindicación: un cáncer de tiroides que lo orilló a llevar al límite su capacidad para ejercer la crítica. En marzo de 2010, la revista Esquire llevó en su portada una fotografía impactante del crítico. Ebert miraba a la cámara con expresión aguerrida, mostrando al mundo una cara desfigurada por la ausencia de mandíbula derecha. Se sabía que en 2006 el cáncer se había extendido al tejido adyacente al hueso, y que complicaciones en la cirugía lo habían dejado para siempre sin comer, beber y hablar. La foto, sin embargo, no era un llamado a la lástima. Era más bien la ratificación de un compromiso adquirido cincuenta años antes con sus lectores: nunca interrumpir el diálogo

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Novela de anécdotas

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El suplemento cultural Confabulario publica hoy mi reseña del libro El dios de Darwin, de la narradora, dramaturga y ensayista mexicana Sabina Berman. Les comparto un fragmento del texto:

El Dios de Darwin, última novela de Sabina Berman (México, 1955), vuelve a colocar en el centro de una trama a Karen Nieto, protagonista de La mujer que buceó dentro del corazón del mundo (2011). Autista y genial, solitaria, nerviosa, zoóloga convertida en bióloga marina, adoradora de los atunes que ahora protege y estudia, reacia al contacto con los seres humanos, Karen afirma vivir en el mundo de las cosas, fuera de las palabras, en un lugar que se llama realidad. Es aquí donde comienza la historia narrada por ella misma.

Sumergida en un punto del Atlántico, Karen bucea para encontrar y fotografiar unos puntos luminosos en círculo que llamará luciérnagas marinas y que propondrá para su incorporación en la Enciclopedia de la Vida, del doctor Edward O. Willis. Apenas sube a su barco, Karen enciende su computadora y recibe, de golpe, 15 mensajes con el título de “¡Urgente!” que se habían acumulado. En los correos se le informa de la desaparición de su amigo y compañero de la universidad, Antonio Márquez (Tonio), en una ciudad del Medio Oriente, adonde fue a trabajar para la Oficina de Derechos Humanos de la ONU. La Interpol sólo tiene dos indicios: un video en el que Tonio aparece rodeado de hombres con túnicas y pañuelos en la cabeza y un correo electrónico dirigido a Karen cuyo contenido es una fórmula, una clave o una ficha de catálogo que los detectives no logran descifrar, pero presumen se refiere a un texto de Darwin. Como destinataria del último correo enviado por Tonio, la Interpol solicita su colaboración.

Luego de descifrar la clave de su amigo, Karen viaja a Londres para visitar la abadía de Westminster, donde está la tumba de Darwin e indagar en los archivos del monasterio. Al descubrir la existencia de un documento póstumo de Darwin, su Autobiografía teológica, en la que el Gran Ateo narra su relación con su dios —la cual fue sustraída de los archivos—, Karen se ve envuelta en una intriga internacional religiosa, política y científica, en la que intervienen el Vaticano, musulmanes, judíos y ateos. Del contenido y la autenticidad del texto dependerá si la ciencia y la religión contraen nuevas nupcias o permanecen como mundos separados. La autobiografía, pues, deviene crucial para resolver la controversia ideológica que ha dividido a la humanidad entre creyentes y ateos.

Ya se ha escrito, a propósito de La mujer que buceó dentro del corazón del mundo, que personajes como Karen Nieto y Christopher John Francis Boone —el joven con síndrome de Asperger protagonista de la novela El curioso incidente del perro a medianoche (2003), de Mark Haddon— ofrecen una mirada peculiar, descarnada, seca y contundente. Su incapacidad para la comunicación ordinaria que hemos desarrollado los humanos “normales”, atestada de códigos, gestos, etiquetas, figuraciones, tonos, chistes, metáforas y malos entendidos, les otorga una perspectiva distinta, ensimismada, más cercana a los hechos concretos que a la mera palabrería. Así, tanto en la vida cotidiana como en la literaria, ese tipo de personajes siempre representarán un cuestionamiento directo a nuestra soberbia racionalista, mediada por el discurso, y a ese sentimiento de seguridad que nos hace creer que el mundo está a nuestros pies: pienso, luego existo y existe el mundo…

Continuar la lectura aquí.

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Ensayos viajeros de Stevenson

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La editorial Páginas de Espuma acaba de publicar un libro que reúne los ensayos de Robert Louis Stevenson acerca de un arte que él practicó alegremente: el arte de viajar. Un libro pleno de experiencias y vagancias gozosas. El Cultural nos comparte dos ensayos del libro que pueden leerse aquí.

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La escritura furtiva de Fabio Morábito

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Una sociedad que privilegia, hasta la exacerbación, el rendimiento, la productividad, el trabajo útil y el dinero no puede sino mirar con recelo, cuando no con menosprecio, la lectura y la escritura literarias. Dos prácticas, dos hábitos que suelen florecer, ostensivamente, en los momentos inútiles de ocio creador, soledad, silencio y calma. Hijas de la quietud, la introspección y la noche. Leer y escribir es poner una pausa, tomar un respiro, suspender los negocios, hacer estallar la realidad, bajar el volumen a nuestras palabras y escuchar mejor los mundos interiores propios y de quienes nos rodean. Pero parece que en la sociedad del consumo y las prisas hay que leer o escribir furtivamente, casi ocultos como ladrones (aunque hoy los ladrones ya no se escondan). Quien lee y escribe en el trabajo roba horas a su empleador; quien lo hace en su tiempo libre, roba horas a su familia y a sus amigos. Al menos queda la sensación culposa de que se es el autor de un robo.

En su libro El idioma materno (Sexto Piso, 2014) Fabio Morábito (Alejandría, 1955) confiesa que se levanta muy temprano a escribir, “cuando todo el mundo está dormido”. Lo imagino desplazándose a hurtadillas de su recámara hacia la mesa de escribir, acechando, mirando a todos lados, esperando el instante preciso de la madrugada para cometer el robo, “porque cuando se escribe con intensidad [y Morábito escribe así] se está en realidad robando, sustrayendo de los bolsillos del lenguaje las palabras necesarias para aquello que uno quiere decir, justo esas palabras y ni una más”. No sólo por la hora en la que escribe, sino por el saqueo de palabras al que se entrega nuestro escritor, es comprensible que éste conciba la escritura como una actividad furtiva y ladrona; una huida del agobio habitual. A fuerza de buscar las palabras exactas, el escritor se dedica a sustraerlas de todas partes y a acomodarlas en su provecho. “El artista de la prosa [también del verso] evoluciona dentro de un mundo lleno de palabras ajenas, a través de las cuales busca su camino” (Bajtin).

El idioma materno reúne 84 textos breves, de apenas página y media, en los que el también poeta Fabio Morábito ensaya mientras relata o narra mientras reflexiona acerca de la condición vampírica del escritor que escribe en una lengua distinta a la materna –como lo hace el propio autor, cuya infancia y parte de la adolescencia transcurrió en Italia— y que padece la sensación de vivir dos vidas o de llevar una doble máscara (“yo nací en un combate/ de lenguas y de orígenes”); un rasgo, el de estos escritores afincados en otro idioma, que “suele traducirse en un exceso de estilo”. No sé si exceso, pero si hay un elemento común en todos los escritos de este libro ese es la voluntad y la consecución de estilo, la búsqueda y conquista de la eficacia (hasta del sonido) de cada frase. La verdadera diferencia entre la prosa y la poesía es que “sólo hay una forma de escribir un poema, y es verso a verso, mientras no se escriben un cuento o una novela línea por línea”, apunta Morábito. La poesía avanza por pasos; la prosa marcha, sin detenerse, como seducida por el anzuelo de su objetivo. No obstante, la prosa de nuestro autor en estas miniaturas textuales parece estar escrita a la manera del poema: línea a línea, comunicando lo esencial, comprometiendo la escritura con el arte, “porque escribir sin estilo equivale a no escribir”. Flaubertiano, Morábito es un arquitecto de la frase, acaso un obrero de la depuración.

En Fabio Morábito no sorprende la brevedad de sus prosas, como tampoco la de sus poemas (La ola que regresa, 2006). Se trata de un escritor que ha decidido viajar por la vida ligero de equipaje, como quien habita y se traslada permanentemente en una casa rodante, obligado a utilizar pequeños espacios de muy distintas maneras. Su escritura ha logrado hacer “caber la mayor cantidad de materia en el menor espacio”: versos y ensayos cortos cuya ejecución no deja de ser memorable, ¡hacen mucho con tan poco!, son casas rodantes de palabras. Podría extenderse más, quizá comprar un excedente de terreno. Sin embargo, para qué malgastar palabras si se puede reducir la literatura a la “efusividad del arrebato comunicativo”, al lenguaje de las miradas y los gestos, a los balbuceos primarios del idioma materno, a la poesía.

“Un escritor de narrativa o de poesía que posea más de mil libros empieza a ser sospechoso. Para qué escribe, me pregunto. Sólo debería escribirse para paliar alguna carencia de lectura”. Entre menos libros tiene un escritor, más huecos encontrará en su biblioteca y sentirá la necesidad de tomar la pluma para corregir esa falta en sus estantes. Cuando uno lee los libros de Fabio Morábito e identifica una voz original entiende que han sido escritos para suplir una ausencia en los libreros de los más variados lectores.

Hay otra manera peculiar de concebir y escribir libros con paciencia a lo largo del tiempo: subrayarlos. “Los subrayados son la evidencia de una lectura acuciosa y apasionada”. Quien subraya va escribiendo también un libro autónomo, propio, el libro que siempre quiso escribir. A la vuelta de los años uno debería recopilar las frases, las oraciones subrayadas y las divagaciones anotadas en los márgenes de los libros leídos, sólo para descubrir que hay ahí, acabado, otro libro de sorprendente unidad y consistencia –que fue cobrando forma en los momentos en que deteníamos la lectura, tomábamos la pluma o el lápiz y comenzábamos a escribir la lectura—: nuestro libro, el que faltaba en la biblioteca. Si lo meditamos un poco, subrayar libros, reescribirlos mientras leemos, es otra manera de robar palabras y apropiarnos de un lenguaje que al principio parecía ajeno. Piratas de la lectura, cavamos en las páginas como quien busca tesoros para desenterrarlos. Subrayar libros es otra forma de la escritura furtiva.

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Un poema de Fabio Morábito

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Rodeado escribo,
me aíslo en el barullo,
dejo descortezarme
hasta encontrar la voz que busco
(no escribo nunca la mía),
y así me gano, entre estas voces,
mi escritura,
y todos vienen a lo mismo,
a consumir no el desayuno que ordenaron,
sino este vocerío,
porque el bullicio es nuestra cafeína.

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Un diálogo con Francisco González Crussí

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En Letras Libres Fernando García Ramírez entrevista al patólogo y gran ensayista Francisco González Crussí, autor de dieciséis libros que en su mayoría reflexionan, con gran sabiduría, en torno al cuerpo, a la fragilidad y grandeza del ser humano. Vale la pena leer esta charla. Los invito:

A lo largo de su obra ha escrito sobre todo lo relacionado con el cuerpo, ¿qué nos puede decir sobre uno de los anhelos más poderosos del hombre: el anhelo de inmortalidad, que ahora la ciencia ha retomado bajo la forma de la clonación?

Francamente pienso que no veremos la inmortalidad por muchas generaciones. La mortalidad es una ley biológica inmodificable, hasta hoy nadie ha dicho que las células puedan alcanzar una vida indefinida. Será una gran victoria de la medicina si puede prolongar la vida. Eso es perfectamente posible. Hay tantos factores tóxicos que pueden eliminarse sistemáticamente y, de ese modo, prolongar la vida a unos ciento veinte años, quizá más. Pero no la inmortalidad. En primer lugar, no me parece que fuera algo benéfico, al contrario, la gente se lamentaría de tener que vivir mucho tiempo. Tampoco creo que sea biológicamente posible. Aunque el futuro en la ciencia es impredecible, creo que está más allá de los límites humanos.

En la Antigüedad el cuerpo estaba ligado al cosmos, más adelante pensamos que formaba parte de la naturaleza y, posteriormente, de la trama social, ¿qué lugar ocupa hoy el cuerpo en el imaginario colectivo?

El problema lo creó la famosa dualidad que postuló Descartes, que se convirtió en un dogma a todos los niveles. En vez de identificarnos plenamente con nuestro cuerpo, con la entidad que encarna nuestra persona, hablamos del cuerpo como si fuera algo diferente, como si el cuerpo y el yo fueran dos cosas distintas. El yo por un lado y el cuerpo por el otro, con todas las grandes desventajas que eso implica. En la medicina lo vemos muy claro: el médico suele atender la enfermedad cuidadosamente y se desentiende del ser humano, de la persona, que está formado también de sueños, angustias y temores. Este es uno de los problemas clave de nuestra época: el resurgimiento de un dualismo no muy bien entendido.

¿Por qué se especializó en patología?

Hubo muchos factores que determinaron esa elección. Uno de ellos fue la existencia de modelos, como Ruy Pérez Tamayo e Isaac Costero, un gran maestro burgalés avecindado en México. Un maestro lleno de dichos y dicharachos. La gente se desternillaba oyéndolo, además de que era cultísimo. Había estudiado en Alemania, que era la meca de la patología, antes de que los norteamericanos tomaran la estafeta a partir de la Segunda Guerra. Yo quería ser como Costero, por su erudición, su cultura, su aire europeo, pero también como Pérez Tamayo por su dinamismo y su brillantez intelectual.

Otro de los factores que me condujeron a la patología fue mi gusto por la microscopía. Observar las preparaciones histológicas al microscopio tiene una satisfacción estética. Las imágenes que uno ve parecen cuadros de arte abstracto. Y bueno, la patología estudia los problemas médicos desde el punto de vista teórico in extenso, sin la terrible presión del cuidado de los enfermos. Eso de que lo levanten a medianoche, “doctor, doctor, venga…”, no le pasa al patólogo.

En otras ramas de la medicina un diagnóstico erróneo puede ser fatal, pero en la patología hay tiempo para estudiar las enfermedades en el laboratorio, de consultar con otros colegas. Un cirujano que está operando tiene que tomar al momento decisiones trascendentales, si se la va la mano muere el paciente, no existe el “voy a consultar con mis colegas”.

Pero usted no se dedicó propiamente a la investigación, sino a labores clínicas.

Cierto, mi intención era volver a México a trabajar como patólogo, pero me di cuenta de que las oportunidades para hacer investigación eran muy reducidas. Para ganarse la vida hay que hacer diagnósticos. Los médicos nos preguntan: “¿Esta biopsia del hígado presenta hepatitis o no?” La analizo en el microscopio. Un investigador puede saber mucho sobre la función del hígado, sobre la síntesis de las proteínas, etcétera, pero si le presentan un hígado y le dicen “a ver, dime ¿es hepatitis?”, no está seguro. No lo sabe porque no es su campo. La patología diagnóstica requiere cierto virtuosismo, hay que practicar todos los días, entrenar el ojo y la memoria. Eso me gustaba mucho. Pero, para ganarme la vida, tuve que salir de México. Me dijeron: “¿Te irías al Canadá?” “Me voy adonde sea.” “¿Harías patología pediátrica?” “Haré lo que sea para que me dejen trabajar.” Así fue que me terminé dedicando a la patología pediátrica. Cuando empecé estaba muy mal comprendida, mucha gente pensaba que el cuerpo de un niño era igual que el de un adulto, solo que en miniatura. Y no, el niño no es un adulto en miniatura. Tiene sus problemas patológicos sui géneris, propios de la infancia, los tumores no son los mismos, en fin.

En su obra es clara una manufactura literaria, ¿cómo se descubrió escritor?, ¿cuáles son sus lecturas literarias favoritas?

Empecé muy tarde a escribir porque la medicina académica es muy absorbente. Todos están trabajando como demonios, no puede uno quedarse atrás. Pero desde joven tuve la inquietud de escribir literatura. A los cincuenta años comencé a leer sistemáticamente y con mucha atención sobre todo a autores ingleses del siglo XVIII, ensayistas como Steele y Addison y hasta poetas como Alexander Pope, también al novelista Henry Fielding. Todos de un estilo rimbombante, de frases interminables. Una vez que tuve ese bagaje, comencé a escribir artículos no técnicos, tratando de imitar a los autores que hasta la fecha me siguen gustando mucho. He recibido críticas, sobre todo en Estados Unidos, de que mi estilo es arcaizante, que me pierdo en florilegios. La crítica en general me ha tratado bien, aunque a veces ha señalado que uso frases fuera de moda. El gusto actual tiende a las frases cortas y yo tiendo a lo contrario.

Mis autores preferidos han variado con el tiempo. Actualmente estoy leyendo a los italianos, entre otras cosas porque tengo que preparar mi discurso de recepción del premio Merck. Me gustan mucho Luigi Pirandello, Luigi Capuana, Guido Ceronetti, Piero Camporesi y hasta Umberto Eco

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Una carta a Descartes

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Fabrizio Andreela escribe una carta al filósofo Descartes para enterarlo del camino que hoy día ha tomado su pensamiento. La filosofía se aparta del ser para devenir una doctrina del conocimiento; el individuo se ha vuelto incapaz de ser sin traducir su existencia en un concepto. La existencia, pues, se cifra en lo pensable. Nos dice el texto:

Excelentísimo señor Descartes:

Usted es considerado el fundador de la filosofía moderna, responsabilidad que tiene que llevar por su exaltación de la razón y del método analítico. Así dicen los bien informados.

Le escribo desde una época que sí ha hecho de la razón científica una fe que nos guía, pero la sorpresa es que nos ha llevado a situaciones muy irracionales, insensatas y trágicas. Por ejemplo: en la Edad Media, las guerras se hacían de una forma más razonable, los soldados se mataban entre sí desde el amanecer al crepúsculo y descansaban en invierno y por la noche, mientras que hoy nos hemos especializado en matanzas científicas de civiles indefensos, incluso en el anochecer, y mejor aún si están agrupados en escuelas, hospitales o templos.

El sueño de la razón produce monstruos, indicó Goya, y creo que usted estará de acuerdo con él. Yo también, eminentísimo Maestro. Sin embargo, tengo que decirle que la razón despierta no es mucho mejor que la que está dormida, cuando sirve como criada en las casas de banqueros ávidos, políticos corruptos, fanáticos religiosos, empresarios sin escrúpulos y periodistas vasallos, no de la verdad sino del éxito de las noticias.

Mi intención es referirle cuál ha sido el destino histórico de su pensamiento.

La afirmación cogito ergo sum (pienso, por lo tanto existo) se ha tornado, en la frontera del mundo accesible, en el nec plus ultra de la modernidad y de la identidad íntima.

Usted tenía razón, pero creo que el día en que usted tuvo esa intuición sobre la relación entre ser y pensar, la excitación por ese descubrimiento le hizo confundir las cosas y “existo, por lo tanto pienso” se transformó en “pienso, por lo tanto existo”. Ese pequeño descuido nos ha costado un poco de complicaciones y sufrimientos interiores. Además, la filosofía ya no es ciencia del ser sino doctrina del conocimiento. Orgullo de los intelectuales, claro está, porque brinda cuantiosa dignidad y valor a la única cosa que saben hacer: pensar.

Observada desde la perspectiva del siglo XXI, la afirmación “pienso, por lo tanto existo” aparece como una ilusión y una celda más que como conquista. Es la admisión de la incapacidad del hombre de ser sin traducir la existencia en un concepto.

Es cierto que usted ha sido fundamental para el nacimiento del pensamiento descarnado que gobierna el mundo encarnado. Sin embargo, Leon Battista Alberti fue el hombre que por primera vez encerró lo real en un código que lo sistematiza: la perspectiva. Fue él quien le permitió a usted elaborar su filosofía, porque creó la mirada necesaria para ella. Con la definición de la perspectiva, Alberti determinó el sujeto que espía la realidad quedándose fuera de la escena y dentro de su cuerpo. Además, declaró y plasmó la distancia entre el ojo del pensamiento y el cuerpo del mundo. Esta mirada que contempla la realidad desde afuera fue lo que dio vida al recorrido que usted profundizó afirmando la definitiva separación entre cuerpo y mente.

Usted ha hecho una morrocotuda écfrasis de la obra de Alberti, es decir, ha traducido a lo verbal y a lo conceptual la mirada de la perspectiva, esa mirada que divide la imagen del mundo de quien lo observa.

Hoy en día, gloriosísimo Maestro, toda expresión artística parece ser una écfrasis al revés, un gran envasador de nociones y palabras molidas para que se moldeen en imágenes, y ahora su eslogan filosófico sería más bien video ergo sum.

Después del fallecimiento de su res extensa, maestrísimo Maestro, el mundo ha reducido la realidad a lo que el pensamiento puede alcanzar. Hemos encerrado la existencia en lo pensable. Así, los hombres han tenido la placentera sensación de ser libres de una trascendencia enajenante, o sea de ser finalmente los señores de sus vidas, vidas que anteriormente parecían ser los pasatiempos de Dios

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Un cuento de Bioy Casares

Reverdecer

Seguía mirando el sepulcro, porque estaba resuelto a no moverse hasta que se alejaran las hermanas de la pobre Emilia y porque en el instante en que se volviera, para salir del cementerio, entraría en el mundo donde ya no podría encontrarla. No se resignaba a emprender el regreso platicando pías trivialidades con esas mujeres, ni se dejaría engañar por la esperanza, tan deplorablemente inútil de buscar en ellas algún rasgo en que su amiga perdurara. Las mujeres partieron por fin; él estaba por irse, cuando descubrió, a una distancia que sarcásticamente calificó de respetuosa, al hombre de las pompas fúnebres, con el aire contrito, servil, implacable, que ya le conocía. Desde la noche del accidente, lo vio merodeando por los alrededores de la casa de Emilia, en un automóvil negro. Ahora pretendería, probablemente, venderle algún álbum de fotografías y de recortes o algún adorno para la tumba; pero lo aterraba la posibilidad de que el individuo, en el afán de ponderar el trabajo de la empresa, le comunicara pormenores macabros. Lo que estaba ahí debajo no era Emilia y para acercarse a ella no había en toda la tierra un lugar más incongruente que ese rectángulo de mármol, con el nombre y la cruz. Mientras él viviera, sin embargo, traería flores. Alguien debería hacerlo y la persona indicada era él. La persona indicada, reflexionó con orgullo, y la única, pues en la vida y en la muerte de Emilia estaba solo. Con dolor en el corazón recordó que en alguna época había anhelado una seguridad como la que ahora tenía: la seguridad de que nada pudiera ocurrir.

Juntos habían leído los versos de un poeta francés:

Por poco que te muevas,
despiertan mis angustias,

y él había exclamado: Es verdad. ¿Cómo pedir a un ser tan vivo como Emilia, que permaneciera quieta a su lado, que no fuera inconstante? No pidió nada, pero el milagro de fidelidad ocurrió. Tal vez por eso ahora se hallaba en medio de una soledad tan extrema, sin nadie para compartir el dolor. El cansancio de los últimos días lo llevó a pensar en imágenes; poco menos que soñando despierto, se vio a sí mismo como un jardinero de tumbas. “Todos los viernes pondré aquí un ramo de rosas”, murmuró, “para compensar las calas que traerán esas mujeres”.

Cuando advirtió que el individuo había partido, lentamente emprendió el camino de vuelta. Cruzo lugares abiertos y desolados, bajó hasta la plaza y a la sombra de los árboles de la calle Artigas, en la tibieza del aire y en un olor de hojas presintió la todavía lejana primavera. Un piano, en una de las casas próximas, tocaba una marcha, circense y trivial, que no oía desde hacía tiempo. Recordó a Arguello o Araujo ¿cómo se llamaba su antecesor? Era éste un personaje borroso, que nunca lo inquietó. Por lo que había colegido, la conoció a Emilia cuando ella tenía menos de veinte años, y probablemente se valió de la circunstancia. Nada concreto le había dicho Emilia contra ese primer amor – era incapaz de ello – pero sin lugar a dudas le dio a entender que en su vida había contado poco. El episodio no tenía otro significado que el de probar lo ciega y cruda que era la juventud.

Se detuvo para cruzar la calle. Miró su casa: el frente de imitación de piedra, la angosta y oscura puerta de madera, los dos balcones laterales, los de arriba (en previsión de un piso alto); se admiró de que todo eso alguna vez le haya parecido alegre. Abrió la puerta y entro como en un sepulcro.

Aquella tarde no pudo renunciar a una convicción absurda. Cuando llamaban a la puerta acudía temblando de esperanza. A pesar de que había llevado una vida retirada, se encontró con que tenía numeroso amigos, y a pesar de las particularidades de su luto, las visitas se sucedían a las visitas. Él recordaba otras, de un ayer que había quedado muy cerca y muy lejos: ni bien cerraba los ojos creía ver a Emilia, llegando un poco atrasada, agitada por haber corrido, y creía sentir en su rostro la frescura de su piel; pero nada fuera de lo regular ocurrió hasta el viernes por la mañana, cuando acudió al cementerio, con un ramo de rosas blancas. Apenas ajado, como si estuviera allí desde la víspera, encontró sobre la tumba un ramo de rosas rojas. Por dos motivos el hecho le extrañó: porque se le hubieran anticipado con la ofrenda, las hermanas, y porque desafiando las convenciones, hubieran elegido flores de color. Opinó que el azar era capaz de todo. Transcurrieron siete días y olvidó el asunto. El viernes acudió a la tumba con sus rosas blancas. Allí encontró por cierto, un nuevo ramillete de rosas rojas.

Aunque resolvió no pensar más, caviló bastante por aquellos días, hasta la mañana del jueves, en que tuvo una inspiración. Apresuradamente se dirigió a un puesto, donde compro flores. En Rivadavia subió a un taxímetro. Muy pronto había depositado su ofrenda y estaba un poco perplejo, sin saber que hacer. Mientras erró por el cementerio, los minutos pasaron con señalada lentitud. Descorazonado, cruzó el pórtico y en la soleada escalinata se detuvo un instante, se volvió, para dar otra oportunidad al destino, y en el fondo de la alameda oblicua observo con estupor la escena que toda la mañana había previsto y esperado: el hombre colocando en la tumba las rosas rojas.

Su repugnancia de las cosas de la muerte, un tanto neurótica y obsesiva, lo había llevado a tomar por empleado de pompas fúnebres al hombre que en un automóvil negro, por la casa de Emilia, en los días del accidente. Ahora recordaba una fotografía de Araujo, que había mirado distraídamente años atrás. El hombre era Araujo.

Si no quería que lo sorprendieran ahí, debía alejarse cuanto antes. Aún se demoró un poco. Partió luego caminando despacio. Todo el día espero, espero sin inquietud, como quien está seguro. A las diez de la noche llamaron a la puerta. Antes de abrir, sabía con quien iba a encontrarse. Araujo le dijo:

– Caminando se conversa mejor. Sobre todo caminando de noche. ¿Quiere dar una vuelta?
Por Bacacay y Avellaneda bajaron hasta Donato Alvarez; rodearon la plaza Irlanda; volvieron al oeste por Neuquén. Durante horas caminaron y hablaron plácidamente de la mujer que habían querido. Araujo explico:

– No le llevo flores de muerto porque me parecen una afrenta para Emilia. ¡En ella la vida era evidente! – Después de una pausa agrego – Tenía algo sobrenatural sin embargo.

Él pensó: “Yo no lo había advertido, pero es verdad”. Aunque aparentemente contradictoria con algunas afirmaciones anteriores, encontró que no era menos cierta otra observación de Araujo:

– Porque era sobrenatural debemos ahora conformarnos. Tal vez nunca perteneció a este mundo.

En algún momento le molesto que alguien la hubiera conocido mejor que él y no estuvo lejos de los celos. Araujo debió adivinar el sentimiento porque declaró:

– No podemos juzgarla como a las otras mujeres. Emilia era de un plano distinto. Era de luz y de aire.

Se despidieron. Vio partir a Araujo en el automóvil negro; entró en la casa, encendió el calentador, preparó unos mates. Quería meditar sobre el descubrimiento de esa noche: porque otro la había querido, él no estaba solo, la memoria de Emilia se ensanchaba y más allá de la tumba continuaba del milagro de la vida.

Adolfo Bioy Casares – “Historias de Amor”

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Adolfo Bioy Casares en La Jornada semanal y Confabulario

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(Ilustración de Sergio Bordón)

La Jornada semanal celebra los 100 años del escritor argentino Adolfo Bioy Casares con dos buenos ensayos: uno de Harold Alvarado Tenorio y otro de Gustavo Ogarrio. Transcribo unos párrafos del primero:

A La invención de Morel (1940) debe Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1914-1999) buena parte de su prestigio. Es una suerte de diario llevado por un fugitivo “venezolano” que, evadiendo la persecución policial, encuentra refugio en una isla, aparentemente desierta, en medio del océano. Pronto descubre unos extraños edificios (un museo de tres pisos con una torre, donde hay una biblioteca; una capilla oblonga y una piscina de piedra sin pulir) habitados por gentes que ignoran su presencia y, bajo inusuales circunstancias, parecen tomar parte en un ritual de intrigas y convencionales rutinas sociales. El prófugo se enamora de una de esas figuras pero finalmente descubre, luego de un peregrinaje donde ve el fenómeno fantástico de dos soles y dos lunas, que no son seres humanos sino imágenes proyectadas por la compleja máquina de Morel que, regulada por la marea, suministra energía a los motores para producir fluido eléctrico y crea las figuras. La máquina tiene tres partes: la primera registra, la segunda graba y la tercera proyecta. Las personas desaparecen al desconectarse el aparato. También descubre que Morel ha construido una suerte de paraíso circular donde las acciones y los gestos de las figuras se repiten con la inexorable periodicidad de los cambios lunares. Pero antes de llegar a esta conclusión, la imaginación del protagonista se puebla de sospechas y conjeturas que consigna en el diario que leemos tras su muerte. Todo ello provee de suspenso y de una peculiar atmósfera surrealista a la historia.

Esta novela fue durante la vida de Borges uno de los hitos latinoamericanos de la literatura llamada de ciencia ficción. El tema de la inmortalidad está en su origen. La fascinación de Bioy Casares por los espejos y el recuerdo de La isla del Dr. Moreau, de H. G. Wells, y El castillo en los Cárpatos, de Julio Verne, donde un científico crea “homunculi” y usa técnicas especiales para reproducir figuras humanas, son otras de sus arqueologías.

Bioy pasó su infancia entre la estancia de su padre en la provincia de Buenos Aires y la mansión de la familia en la capital. Durante los estudios de bachillerato se interesó por las matemáticas pero nunca abandonó su interés por la literatura. Terminó su primera obra en 1928, un cuento fantástico y policial, y al año siguiente publicó su primer libro de cuentos. Fue para ese entonces cuando descubrió la novela española del siglo XIX, la Biblia, la Comedia, de Dante, el Ulises, de Joyce y los clásicos argentinos, las novelas desechables y las tiras cómicas. Como la mayoría de los jóvenes de clase alta de su tiempo, se inscribió en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, pero al no encontrar éxito alguno en sus estudios se cambió a Filosofía y Letras, pero no llevó a término carrera universitaria alguna y prefirió administrar la estancia de su padre. En 1932, gracias a los buenos oficios de Victoria Ocampo, conoció a Jorge Luis Borges, iniciando así una de las amistades y alianzas literarias más ventajosas del siglo.

Borges logró convencer a Bioy de que la actividad literaria excluye a las otras. Crearon una casa editorial y fracasaron. Durante estos años Bioy leyó con avidez bajo la tutela de Borges a todos aquellos autores que este último consideró, entre otros, los más importantes para el desarrollo de una personalidad literaria: Johnson, Gibbon, De Quincey, Butler, Stevenson, Kipling, Wells, Conrad, Proust, Hawthorne, James y Kafka

También les recomiendo leer en Confabulario Bioy Casares o la inmortalidad.

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“No hay que hacer poemas con la vida, hay que hacer de la vida poesía” (Gabriel Zaid)

Les comparto este programa dedicado al gran escritor mexicano Gabriel Zaid:

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La inseguridad de algunos lectores

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Katy Waldman escribió un artículo en la revista Slate acerca de la experiencia subjetiva de pensar y sentir que ya no comprendemos ni nos concentramos tanto en nuestras lecturas como lo hacíamos antes. A este malestar Katy lo llama reading insecurity (algo así como la inseguridad de leer o la inseguridad lectora). ¿Internet acabó con la lectura atenta, silenciosa y prolongada del texto o simplemente somos nostálgicos de un edén lector que nunca existió? Los maestros lamentan la manera en que leemos hoy día, los niños ni se inmutan y quienes pertenecen a la Generación Y no saben si abrazarla o resistir a ella. Este último grupo es el más susceptible a la inseguridad lectora, pues creció con un pie en la cultura de lo impreso y otro en la era digital. Muchas veces la nostalgia por lo impreso esconde una nostalgia por la infancia misma.

En internet buscamos la información que queremos, aquí y allá, pero no siempre comenzamos a leer los textos desde el principio hasta el final. Nuestra atención y nuestros ojos saltan de un lado a otro por los caminos que se abren a través de múltiples enlaces. Ya se ha dicho que es más difícil concentrarse cuando se lee en línea, por la infinidad de distractores, que cuando estamos desconectados y dedicados a las páginas de un libro impreso (“once you pick a page, ads and hyperlinks beckon”). Quizá la respuesta a esta “patología de la distracción” está en cerrar nuestra laptop y leer más libros; sin embargo, las ventajas de internet relacionadas con la información y el conocimiento, la búsqueda y obtención de datos, son muchísimas. Desconectarse no es la opción. Las palabras están por todas partes en la red y nunca se había leído tanto. Para una lectura placentera, atenta, detenida y acaso memorable seguirán ahí los libros impresos en su extraño silencio. Para una lectura más interactiva y, por qué no, también memorable, están los miles de sitios en internet. Si te preocupa que tu antigua relación con el texto haya decaído por culpa de la red, quizá padeces de inseguridad lectora. Va una parte del artículo de Katy:

Slate is an online magazine, which means you are almost certainly reading this on a screen. It is more likely to be morning than evening. You are perhaps at work, chasing a piece of information rather than seeking to immerse yourself in a contemplative experience. You probably have other tabs open—you will flick to one if I go on too long. Your eyes may feel fatigued from the glow of the monitor, the strain of adjusting to Slate’s typeface, which differs slightly from where you just were. You should take a 20-second screen break if you’ve been gazing into your computer, smart phone, iPad, or e-reader for more than a half hour. I’ll wait. It’s OK if you don’t come back—we both know by now that most people won’t finish this article. If you do return, though, I’d like to bring up something that has been bothering me: reading insecurity.

It is becoming a cliché of conversations between twentysomethings (especially to the right of 25) that if you talk about books or articles or strung-together words long enough, someone will eventually wail plaintively: “I just can’t reeeeeaaad anymore.” The person will explain that the Internet has shot her attention span. She will tell you about how, when she was small, she could lose herself in a novel for hours, and now, all she can do is watch the tweets swim by like glittery fish in the river of time-she-will-never-get-back. You will begin to chafe at what sounds like a humblebrag—I was precocious and remain an intellectual at heart or I feel oppressed by my active participation in the cultural conversation—but then you will realize, with an ache of recognition, that you are in the same predicament. “Yes,” you will gush, overcome by possibly invented memories of afternoons whiled away under a tree with Robertson Davies. “What happened to me? How do I fight it? Where did my concentration—oooh, cheese.”

Reading insecurity. It is the subjective experience of thinking that you’re not getting as much from reading as you used to. It is setting aside an hour for that new book about mass hysteria in a high school and spending it instead on Facebook (scrolling dumbly through photos of people you barely remember from your high school). It is deploring your attention span and missing the flow, the trance, of entering a narrative world without bringing the real one along. It is realizing that if Virginia Woolf was correct to call heaven “one continuous unexhausted reading,” then goodbye, you have been kicked out of paradise

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Poesía y antipoesía. Una entrevista con Nicanor Parra

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(Nicanor Parra)

La revista Dossier recupera una muy interesante entrevista de 1978 (inédita hasta hoy) que el escritor Cristián Huneeus realizó al poeta Nicanor Parra. En esa conversación entre amigos se discuten tópicos como el modernismo, la literatura comprometida, el surrealismo, la revolución y la antipoesía como una poesía que integra los contrarios (lo bello y lo feo, lo humillado y lo aplaudido, la luz y la sombra, etc.) La entrevista completa se puede encontrar aquí.

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Sobre La fiesta de la insignificancia

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Rafael Narbona escribe una buena reseña en El Cultural sobre la reciente novela de Milan Kundera: La fiesta de la insignificancia, en la que, según el crítico, el novelista renueva su apuesta por el humor como un elemento emancipador, alegre, inocente, bello.

No sé si La fiesta de la insignificancia cierra el ciclo narrativo iniciado en 1968 con La broma, una sátira del estalinismo escrita al calor de la malograda Primavera de Praga, pero es indudable que Milan Kundera (Brno, 1929), escéptico y desencantado, renueva su fe en el humor como absoluto emancipador. A diferencia de las ideologías, el humor no es grandilocuente, sino alegre, inocente y de una discreta belleza. Según el autor checo, que rompe un silencio de 14 años, el humor se mueve en la escala de lo humano y no en el dominio de las grandes construcciones intelectuales, que invocan la excelencia o la necesidad para justificar la barbarie. Kundera asocia el humor a la insignificancia. No es una forma de rebajar sus méritos, sino de exaltar el amor a lo posible, a lo que acontece sin estridencias. La insignificancia no es mediocridad, sino una mirada lúcida y otoñal que invita al mundo a reconciliarse con su imperfección. Solo un escritor que ha alcanzado y sobrepasado su madurez puede impartir esta lección, sorteando las trampas de la retórica y la solemnidad.

La fiesta de la insignificancia es novela, pero también es ensayo, introspección y teología. Es novela porque relata las peripecias de Alain, Ramón, Charles y Calibán, cuatro amigos que viven en París, litigando con sus éxitos y sus fracasos. Es ensayo porque profundiza en el totalitarismo como fenómeno político y social, y es introspección porque su interpretación de la historia se fundamenta en la disección de las emociones humanas, no en la mera exégesis de los hechos. Por último, es teología porque se atreve a hablar de Dios y los ángeles, observando que los mitos no soportan el contraste con la razón, pero resultan necesarios para habitar un mundo repleto de misterios y paradojas.

La trama de la novela es insignificante, pues solo incluye paseos, conversaciones y una fiesta de aroma buñueliano, donde lo absurdo es una fuerza imparable que liquida los convencionalismos sociales. Kundera introduce personajes menores, que adquieren vida con unas leves pinceladas, y una divertida evocación histórica de Stalin, charlando con sus colaboradores más íntimos. El personaje de Charles rescata una anécdota pueril del dictador georgiano para especular con la posibilidad de escribir una obra de marionetas, pues la esencia del poder totalitario solo puede expresarse mediante lo cómico y disparatado. Stalin es tan grotesco como Hitler, pero la risa que nos inspira se congela al reparar en su poder. Nadie se atreve a cuestionar sus órdenes y eso le permite actuar de una forma “absolutamente personal, caprichosa, irracional, espléndidamente extraña, soberbiamente absurda”

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Lo que la Escuela de Frankfurt aún puede enseñarnos

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 (Una ilustración de Patrick Bremer)

El crítico de música Alex Ross escribió un ensayo para The New Yorker acerca de dos importantes figuras intelectuales cuyos nombres y obras (aparentemente olvidados tras el “triunfo” del capitalismo) comienzan a resurgir en el debate cultural, político y estético de esta era dominada por la tecnología, el consumo y la dictadura de las celebridades: Adorno y Walter Benjamin. A decir de Ross, de una forma u otra el estilo crítico de la Escuela de Frankfurt se expande. Va un fragmento del texto:

In Jonathan Franzen’s 2001 novel, “The Corrections,” a disgraced academic named Chip Lambert, who has abandoned Marxist theory in favor of screenwriting, goes to the Strand Bookstore, in downtown Manhattan, to sell off his library of dialectical tomes. The works of Theodor W. Adorno, Jürgen Habermas, Fredric Jameson, and various others cost Chip nearly four thousand dollars to acquire; their resale value is sixty-five. “He turned away from their reproachful spines, remembering how each of them had called out in a bookstore with a promise of a radical critique of late-capitalist society,” Franzen writes. After several more book-selling expeditions, Chip enters a high-end grocery store and walks out with an overpriced filet of wild Norwegian salmon.

Anyone who underwent a liberal-arts education in recent decades probably encountered the thorny theorists associated with the Institute for Social Research, better known as the Frankfurt School. Their minatory titles, filled with dark talk of “Negative Dialectics” and “One-Dimensional Man,” were once proudly displayed on college-dorm shelves, as markers of seriousness; now they are probably consigned to taped-up boxes in garages, if they have not been discarded altogether. Once in a while, the present-day Web designer or business editor may open the BOOKS and see in the margins the excited queries of a younger self, next to pronouncements on the order of “There is no document of culture which is not at the same time a document of barbarism” (Walter Benjamin) or “The whole is the false” (Adorno).

In the nineteen-nineties, the period in which “The Corrections” is set, such dire sentiments were unfashionable. With the fall of the Soviet Union, free-market capitalism had triumphed, and no one seemed badly hurt. In light of recent events, however, it may be time to unpack those texts again. Economic and environmental crisis, terrorism and counterterrorism, deepening inequality, unchecked tech and media monopolies, a withering away of intellectual institutions, an ostensibly liberating Internet culture in which we are constantly checking to see if we are being watched: none of this would have surprised the prophets of Frankfurt, who, upon reaching America, failed to experience the sensation of entering Paradise. Watching newsreels of the Second World War, Adorno wrote, “Men are reduced to walk-on parts in a monster documentary film which has no spectators, since the least of them has his bit to do on the screen.” He would not revise his remarks now.

The philosophers, sociologists, and critics in the Frankfurt School orbit, who are often gathered under the broader label of Critical Theory, are, indeed, having a modest resurgence. They are cited in brainy magazines like n+1, The Jacobin, and the latest iteration of The Baffler. Evgeny Morozov, in his critiques of Internet boosterism, has quoted Adorno’s early mentor Siegfried Kracauer, who registered the information and entertainment overload of the nineteen-twenties. The novelist Benjamin Kunkel, in his recent essay collection “Utopia or Bust,” extolls the criticism of Jameson, who has taught Marxist literary theory at Duke University for decades. (Kunkel also mentions “The Corrections,” noting that Chip gets his salmon at a shop winkingly named the Nightmare of Consumption.) The critic Astra Taylor, in “The People’s Platform: Taking Back Power and Culture in the Digital Age,” argues that Adorno and Max Horkheimer, in their 1944 BOOK “Dialectic of Enlightenment,” gave early warnings about corporations “drowning out democracy in pursuit of profit.” And Walter Benjamin, whose dizzyingly varied career skirted the edges of the Frankfurt collective, receives the grand treatment in “Walter Benjamin: A Critical Life” (Harvard), by Howard Eiland and Michael W. Jennings, who earlier edited Harvard’s four-volume edition of Benjamin’s writings.

The Frankfurt School, which arose in the early nineteen-twenties, never presented a united front; it was, after all, a gaggle of intellectuals. One zone in which they clashed was that of mass culture. Benjamin saw the popular arena as a potential site of resistance, from which left-leaning artists like Charlie Chaplin could transmit subversive signals. Adorno and Horkheimer, by contrast, viewed pop culture as an instrument of economic and political control, enforcing conformity behind a permissive screen. The “culture industry,” as they called it, offered the “freedom to choose what is always the same.” A similar split appeared in attitudes toward traditional forms of culture: classical music, painting, literature. Adorno tended to be protective of them, even as he exposed their ideological underpinnings. Benjamin, in his resonant sentence linking culture and barbarism, saw the treasures of bourgeois Europe as spoils in a victory procession, each work blemished by the suffering of nameless millions

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