Montaigne. El paseo de la inteligencia

Al inicio de su breve pero emotivo retrato de Montaigne, el gran novelista y biógrafo vienés Stefan Zweig nos dice que hay escritores que son accesibles para cualquier persona de cualquier edad y época de la vida, con ciertos conocimientos literarios: Homero, Shakespeare, Balzac, Tolstoi, Goethe. Se les puede disfrutar en plena adolescencia y juventud, o en versiones infantiles. Pero hay otros que sólo despliegan su significado y verdadera riqueza en un momento determinado o etapa de la vida. Es el caso de Montaigne. A Los Ensayos no se puede llegar muy joven, sin experiencia. Juventud es impulso vital, energía, instinto, fuego, el desborde de la pasión. ¿Qué podían decirle los discursos de Montaigne sobre templanza, escepticismo, sabiduría o la educación de los hijos a un joven Zweig de 20 años? Le pareció que había llegado demasiado pronto a las divagaciones del autor francés. Detectaba una personalidad interesante, un ingenio festivo y franco; también un artista que colocaba las palabras y construía sus frases con gran estilo. Cada oración contenía la totalidad de su persona: él era la materia de todo su libro. Sin embargo, el joven no se convencía. “Mi alegría era literaria, de anticuario, le faltaba la chispa del entusiasmo apasionado, la descarga eléctrica que pasa de un alma a otra”. Los Ensayos, sentía, no conectaban con su experiencia. Le faltaba vivir y presenciar uno de los periodos más oscuros y destructivos que sobre Europa (la de la libertad y tolerancia que lo enorgullecía) se cernía: el de las guerras mundiales y el ignominioso ascenso del nazismo.

En esa larga noche europea de desolación, la lectura de aquel humanista francés del siglo XVI cobraba todo su sentido. Zweig ahora lo sentía cercano. También a Montaigne le había tocado una época terrible: la de las sangrientas guerras de religión en Francia, en las que se enfrentaban con fanatismo homicida, bestial, católicos y hugonotes. A todos se les exigía tomar partido. Había que tomar una decisión: “formar parte del coro vocinglero de los posesos y los asesinos” o crear un mundo propio. A los 38 años, el amante de la templanza y la mediación se retiró a una torre de su castillo para aislarse no sólo del mundo exterior, sino de las molestias familiares y los negocios. Allí instaló su biblioteca. Clásicos latinos principalmente. Amaba la poesía, la biografía y la Historia. En esa torre redonda, también, inventó el ensayo para defender su individualidad, para examinarse, para ser él mismo y deslindarse de ideólogos y fanáticos. A este radical de la libertad, a este artista de sí mismo, es al que admiraba y honraba Stefan Zweig en su elogioso retrato (el cual no concluyó porque se quitó la vida en 1942). Lo consideraba su hermano, su amigo, su amparo y su consuelo.

Gracias a su padre, Montaigne recibió una excelente educación humanista desde su infancia. Con ayuda de un instructor, llegó a dominar el latín antes que el francés, y un poco de griego, para irrigar su alma con la sabiduría y poesía de los clásicos: los únicos, a su entender, que algo importante podían decirle en su animada conversación. Homero, Virgilio, Catulo, Cicerón, Plutarco, Séneca, Terencio, Sócrates. Éste por encima de todos. El punzón heredado de Sócrates le acompañará siempre. ¡Qué suerte la de Francia en haber comenzado con un escéptico!, apuntó Cioran. Montaigne llevó de la plaza pública a la página el escepticismo y el espíritu dialéctico del filósofo griego. Reivindicó así el lugar de la libertad, la ironía y la crítica en el porvenir de la era moderna.

Montaigne lee, y lee mucho: ciencia, historia, geografía, leyes, poesía, sobre todo poesía; y sin embargo no se acuerda, alardeaba de una mala memoria. Que sais-je?, escribió con humildad en las vigas del techo de su torre. Prefería olvidarlo todo: “si tengo alguna instrucción, no tengo memoria. Así, no aseguro ninguna certeza y sólo trato de asentar el punto a que llegan mis conocimientos actuales”. Con esta sentencia pintaba claras las orillas, no de su método, sino de su temperamento y su poética al redactar cada uno de sus célebres Ensayos. Si algo sé, por el momento no me acuerdo, parece decirnos el gran escéptico.

Al escribir Montaigne se entrega como si fuera su primera vez. Su renovable virginidad está en su capacidad de asombro; es incluso su herramienta de trabajo. De ahí el supremo vigor de Los Ensayos: en saber que no se sabe nada, en mirar de nuevo lo que ya se ha mirado. Como dice aquel personaje entrañable de Robert Walser que sale a pasear con los ojos bien abiertos para maravillarse, o decepcionarse según sea el caso, ante la vida: “El mundo matinal que se extendía ante mis ojos me parecía tan bello como si lo viera por primera vez (El paseo, 1917)”. Ahí está Montaigne, en ese “como si lo viera por primera vez”. Se puede mirar el tedio cotidiano de una fuente; pero también podríamos contemplar la pirueta del agua que se levanta con gracia para luego desplomarse con gravedad. Ver sólo un chorro de agua o un contorsionista en el jardín.

Los Ensayos son un arte, una experiencia del caminar. Montaigne no es catedrático (le aburría la escuela) ni enseña ideas: las lleva de paseo. Camina con ellas sin rumbo muy claro, a sabiendas de su libertad y con el mismo deleite que los versos del poema Desinstrucciones de Francisco Cervantes:

Si puede andar, camine.
Tome el sendero equivocado.
Y no se arrepienta.
Va usted correctamente
quién sabe a dónde.
Es la receta mejor medicinada
Y que más puede aprovecharse.

Ensayar es caminar y caminar es eso… ir quién sabe a dónde. “Lo común es que el ensayo se desarrolle desarrollándose, viviendo, que ande ora por un sendero ora por otro, veloz o parsimonioso, a vuelo de pájaro o a paso de tortuga”, explicó el escritor Ezequiel Martínez Estrada. El ensayista suele ser un pepenador de retazos, un flanêur de la literatura: normalmente tiene idea de cómo empezar pero no de cómo ni en dónde terminará su paseo. La herencia que el escritor francés legó para la posteridad es un imprescindible caudal de “desinstrucciones”. Ensayar es desinstruirse. Olvidar con inteligencia.

About Irad Nieto

About me? Irad Nieto es ensayista. Durante varios años mantuvo la columna de ensayo “Colegos” en la revista TextoS, de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Publicó el libro de ensayos El oficio de conversar (2006). Ha colaborado en diversas revistas como Letras Libres, Tierra Adentro, Nexos, Crítica y Luvina, entre otras. Fue columnista del semanario Río Doce, así como de los diarios Noroeste y El Debate, todos de Sinaloa. Su trabajo ha sido incluido en la antología de ensayistas El hacha puesta en la raíz, publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 2006 y en la antología de crónicas La letra en la mirada, publicada en la Colección Palabras del Humaya en 2009. Actualmente escribe la columna quincenal “Paréntesis” en El Sol de Sinaloa.
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