Cuando falta la mano de un amigo, su mirada, su voz, su complicidad, su gratuita y entera compañía, falta algo o mucho de nosotros; nos convertimos en una amarga carencia y arrastramos por todas partes el peso de no tener amigos. “Inherente a la condición humana es la amistad. La intimidad de la persona, para forjarse y enriquecerse, requiere amigos. Lo que dejan y dicen, las alabanzas y las críticas son siempre imprescindibles. Cuando no hay mirada ni voces ni testigos ni manos, uno deja de ser; sin la mirada de otro, el movimiento es enjuto y la construcción es magra” (Arnoldo Kraus). Si en la vida de una persona faltan los amigos de verdad, es probable que ese hueco se llene de envidia y maldad.
Según recuerda Cicerón, Cayo Lelio decía: “Lo primero que pienso sobre la amistad es que no puede haberla sino entre las personas de bien”. Pero éstas no son para Lelio los sabios, como otros creían con cierta ingenuidad, sino los individuos que en la vida cotidiana, en el día a día, dan muestras constantes de lealtad, integridad, respeto y generosidad. Si uno lo piensa por un momento, se convencerá de que, en efecto, esas virtudes son indispensables para mantener y consolidar una amistad. En el afecto está el origen de la amistad; en el respeto, la reciprocidad y la lealtad están sus cimientos. Pero la amistad, ese milagro de la vida social, “se reduce y constriñe de tal modo que limita la relación de afecto a dos personas o pocas más”, afirmaba Lelio.
Es verdad que en ciertas etapas de nuestra vida convivimos más con unos amigos que con otros, sobre todo por motivos de residencia, familia, escuela o trabajo. Pero eso no significa que nuestras relaciones afectuosas se reduzcan a una o dos personas. La amistad no es asunto fácil, lo sé. Sin embargo, he tenido la fortuna de disfrutar la estima de muchos amigos. El tiempo pasa, muchas otras cosas pasan, pero los amigos verdaderos quedan, incluidos los ausentes o aquellos a quienes ya poco frecuentamos. “El alejamiento y la larga ausencia perjudican a cualquier amistad, aunque no se confiese de buena gana”, sostiene Schopenhauer. No pienso exactamente lo mismo. Aunque el alejamiento puede afectar la comunicación, si nunca hubo una ruptura, los amigos, quienes realmente lo son, están ahí para ser eternos. Basta toparse con quien consideramos un amigo, luego de meses o años sin verlo, para experimentar de inmediato esa sensación de alegría, confianza y camaradería que sólo brinda la amistad. “Los amigos no deben hartar como hartan otras cosas: igual que los vinos que tienen solera, las amistades deben ser cuanto más viejas, más sabrosas” (Lelio).
La amistad es algo precioso y muchas veces un bien escaso; tanto que no se sabe si pertenece a la fábula o existe en algún lugar, escribe con ironía Schopenhauer. Por lo mismo debemos tener cautela. No es recomendable comenzar una amistad tan aprisa ni hacerlo con aquellos que carecen de las virtudes que la alimentan. Es mejor otear el terreno y avanzar a paso lento; así, con cierta perspicacia, descubriremos si hay frente a nosotros un amigo con el que podemos o no identificarnos. Ya dijimos que el origen de la amistad reside, en principio, en el afecto, en el cariño que hace posible una indescifrable conexión entre dos o más individuos. Pero cuidado, hay quienes sólo perciben en la amistad ventajas y oportunidades para medrar. Esos no son amigos: son oportunistas. Tan hipócritas como ingratos. Falsos, farsantes, falsarios. Actores y actrices de su propia farsa. No tienen madera para la amistad: son el aserrín prensado de su frivolidad. Te sonríen y abrazan según la ocasión. Corren hacia ti si les favorece; pero voltean el rostro si no vislumbran la ganancia. La adulación es el cebo preferido del que se valen los hipócritas. Con ellos podemos hacer política, nunca amistad. “El amigo halagador puede separarse del verdadero y diferenciarse de él si se pone cuidado, como se distinguen todas las cosas adulteradas y falsificadas de las verdaderas y auténticas” (Lelio). Pero a distinguir se aprende sólo con la experiencia y una buena cantidad de tragos amargos.
Lo invaluable de la amistad, lo sabe quien la ha vivido, descansa en su gratuidad, en ese don que comparten y reparten muchas personas. La amistad sólo demanda amistad, no otra cosa. Quizás por eso escribió Montaigne lo siguiente: “El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad”.