Steve Jobs: genio y rebelde

El Malpensante publica un ensayo crítico muy bueno de Ramón González Férriz que aborda Steve Jobs, la biografía firmada por Walter Isaacson, en la que descubre no una hagiografía de este genio de la tecnología, el diseño y el marketing, sino una vida que muestra a “un tipo brillante pero incompresiblemente maleducado, capaz de reclutar a la gente más talentosa pero reiteradamente ofensivo con ella, con un profundo deseo de llegar a las masas pero un íntimo desdén por sus gustos”. Un hombre de indiscutible talento, pero a la vez un producto perfecto de su tiempo, del contexto histórico que le tocó vivir, un resultado de la investigación tecnológica y, al mismo tiempo, de la contracultura que campeaba en los Estados Unidos de los sesentas. Los productos creados por Jobs buscaban compradores que deseaban diferenciarse de otros por el uso de una marca, como la Apple, un diseño, un aparato estético. Las PC eran feas y uniformes. Las Mac, los gadgets de Apple, si querían imponerse, “debían ser máquinas bellas, fluidas, eficientes, con las que fuera posible mantener la misma relación que los humanos hemos mantenido durante toda nuestra historia con los objetos que contribuyen a hacernos sentir quienes somos”. Pues en eso puso manos a la obra Steve Jobs, añadiendo el iPod, el iPhone y el iPad.

Escribe Ramón González en La reinvención de lo cool:

Desde su muerte a principios de octubre del año pasado, la figura de Steve Jobs ha sido glosada en los medios de comunicación de todo el mundo con un asombro casi religioso. Sin duda, su vida tiene todos los elementos que permiten verle como alguien larger than life. Entre su nacimiento y apenas los treinta años, fue dado en adopción a una modesta familia, demostró ser un genio precoz, se rebeló contra toda clase de autoridad, tomó como suyo el espiritualismo budista, levantó la revolucionaria empresa Apple, se hizo millonario al sacarla a bolsa y de repente cayó en desgracia al ser despedido de la casa que él había creado. Después de eso, lideró otras dos empresas –una, de computadores, fue un relativo fracaso; la otra, de películas de animación, un éxito inesperado– y con el tiempo acabaría siendo llamado de nuevo a Apple para que la salvara de una bancarrota casi inevitable. No solo lo logró, sino que la convirtió en una empresa increíblemente exitosa y eficiente, en cierto modo el emblema de la cultura de nuestro tiempo. Ahí tenemos todo lo necesario: el dolor de haber sido abandonado y la dicha de haber sido acogido, la incomprensión por parte de la mayoría y la veneración de unos pocos iluminados, el auge y la caída, la reinvención y finalmente el triunfo universal. ¿Cómo, si no en términos de culto –de una especie de mesianismo capitalista–, puede explicarse una vida así?

Lo cierto es que Steve Jobs, la biografía escrita por Walter Isaacson y publicada poco después de la muerte de Jobs, y de la que se han alimentado en buena medida los medios para sus perfiles y crónicas, es cualquier cosa menos una hagiografía. El Jobs que aparece ahí es un tipo brillante pero incomprensiblemente maleducado, capaz de reclutar a la gente más talentosa pero reiteradamente ofensivo con ella, con un profundo deseo de llegar a las masas pero un íntimo desdén por sus gustos. Sin embargo, más allá de todos estos rasgos psicológicos –que Isaacson va describiendo mediante entrevistas con Jobs y sus amigos, familiares y colaboradores–, lo más interesante de este magnífico libro es que Jobs no aparece en él como un líder salvífico, y en esto es mucho mejor que las glosas de sus fans, sino como un perfecto producto de su tiempo. Por supuesto, uno de los más geniales, influyentes y atrabiliarios, pero si se mira bien, a fin de cuentas, un hombre fruto de ese momento histórico peculiar que fueron la postguerra y los años sesenta y setenta estadounidenses, con la coincidencia –y la retroalimentación– de un rampante auge del capitalismo y una creciente masificación de la contracultura.

La infancia de Jobs fue, “en muchos aspectos, un estereotipo de finales de la década de 1950”. Sus padres adoptivos no habían ido a la universidad, pero conformaban un hogar de clase media. Aunque su padre, Paul, tuvo varios trabajos, el elemento constante en su vida fueron los coches: dedicaba buena parte de su tiempo libre a comprar por poco dinero viejos modelos a los que les cambiaba piezas y accesorios y que revendía más caros. Desde muy pequeño, Steve pasaba tiempo con él bajo los capós o yendo a comprar recambios. Aunque los coches no le fascinaban, le interesaron enormemente los elementos electrónicos que contenían y cuyos rudimentos su padre le enseñaba. Y ya desde ahí, el contexto histórico y económico contribuyó a hacer de Jobs quien fue.

“Cuando nos mudamos aquí –recordaba Jobs acerca del valle californiano en el que creció– el lugar estaba comenzando a crecer gracias a las inversiones militares”. Y tras la estela de las compañías de defensa surgió “una floreciente economía basada en la tecnología”; allí era donde se fabricaban los transistores de silicio, básicos para los futuros ordenadores personales. “Hasta los más tarambanas –dice Isaacson– tendían a ser ingenieros”. Eso influía también en el colegio, que ponía un énfasis especial en la enseñanza de electrónica, y en un entorno absolutamente favorable a la investigación y la innovación. De hecho, cuando el adolescente Jobs tuvo un problema tratando de completar un trabajo escolar –un frecuencímetro para el que le faltaban algunas piezas–, se limitó a coger el listín telefónico y llamar al consejero delegado de la cercana Hewlett-Packard, que no solo le recibió y le dio las piezas que necesitaba, sino que además, impresionado, le consiguió un trabajo en la fábrica. No es difícil pensar qué habría sido de la vocación temprana de Jobs de haber nacido en la América Latina de los cincuenta

About Irad Nieto

About me? Irad Nieto es ensayista. Durante varios años mantuvo la columna de ensayo “Colegos” en la revista TextoS, de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Publicó el libro de ensayos El oficio de conversar (2006). Ha colaborado en diversas revistas como Letras Libres, Tierra Adentro, Nexos, Crítica y Luvina, entre otras. Fue columnista del semanario Río Doce, así como de los diarios Noroeste y El Debate, todos de Sinaloa. Su trabajo ha sido incluido en la antología de ensayistas El hacha puesta en la raíz, publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 2006 y en la antología de crónicas La letra en la mirada, publicada en la Colección Palabras del Humaya en 2009. Actualmente escribe la columna quincenal “Paréntesis” en El Sol de Sinaloa.
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