La Jornada publica el inicio de La Folie Baudelaire (Anagrama, 2011), el reciente libro de Roberto Calasso en el que se entrecruzan la narrativa, el ensayo, la crónica, la crítica y la indagación biográfica alrededor de un poeta flâneur, Charles Baudelaire, y una ciudad, París. Disfruten las siguientes líneas:
Baudelaire le proponía a su madre Caroline encuentros clandestinos en el Louvre: “No hay otro lugar en París donde se pueda conversar mejor; hay calefacción, se puede esperar sin aburrirse y por otra parte es el lugar de encuentro más decente para una mujer”. El miedo al frío, el terror del aburrimiento, la madre tratada como una amante, la clandestinidad y la decencia sumados en el lugar del arte: sólo Baudelaire podía combinar estos elementos casi sin darse cuenta, con completa naturalidad. Era una invitación irresistible, que se hace extensiva a quienquiera que la lea. Se puede responder a esa invitación vagando por Baudelaire como por uno de los Salons sobre los que escribió –o incluso como por una Exposición Universal–. Encontrando de todo, lo memorable y lo efímero, lo sublime o la baratija; y pasando continuamente de una sala a otra. Pero si entonces el fluido aglutinante era el aire impuro de su tiempo, ahora lo será una nube opiácea, en la que esconderse y recuperar fuerza antes de volver al aire libre, en las vastas superficies, letales y pululantes, del siglo XXI.
“Todo lo que no es inmediato es nulo” (Cioran, una vez, conversando). Incluso sin hacer concesiones al culto de la expresión silvestre, Baudelaire poseyó como pocos el don de la inmediatez, la capacidad de no excluir palabras que enseguida corren en la circulación mental de quien las encuentra y allí permanecen, a veces en estado latente, hasta que un día vuelven a resonar intactas, dolorosas y encantadas. “En voz baja, ahora conversa con cada uno de nosotros”, escribe Gide en su introducción a Les Fleurs du mal de 1917. Frase que debe haber impactado a Benjamin, pues la encontramos en los materiales para el libro sobre los passages. Hay algo en Baudelaire (como más tarde en Nietzsche) tan íntimo como para anidar en esa selva que es la psique de cualquiera, sin volver a salir. Es una voz “apagada como el rumor de los coches en la noche de los boudoirs acolchados”, dice Barrès, repitiendo las palabras de un oculto apuntador, que es el propio Baudelaire: “No se oye otra cosa que el rodar de algún coche de punto tardío y extenuado”. Es un tono que sorprende “como una palabra dicha al oído en un momento en que no se la esperaba”, según Rivière. En los años en torno a la Primera Guerra Mundial esa palabra parecía haberse vuelto un huésped indispensable. Repicaba en un cerebro febril, mientras Proust escribía su ensayo sobre Baudelaire enhebrando citas de memoria como si fuesen canciones infantiles.
Para quien está rodeado y como atormentado por la desolación y el agotamiento, es difícil encontrar algo mejor que una página de Baudelaire. Prosa, poesía, poemillas en prosa, cartas, fragmentos: todo sirve. Pero, si es posible, prosa. Y, dentro de la prosa, aquella sobre los pintores. Quizá sobre los pintores hoy ignorados, de los que apenas se conoce el nombre y las pocas palabras que Baudelaire les ha dedicado. Lo observamos en su flânerie, en medio de una masa bullente, y tenemos la impresión de que un nuevo sistema nervioso se está superponiendo al nuestro y lo somete a frecuentes, mínimos golpes y heridas. Así una sensibilidad torpe y árida se ve constreñida a despertarse…