(La pintura es de Ernest Descals)
Silvia Córdoba nos comparte un testimonio memorable, narrado con gran agilidad, en el que da cuenta de una relación duradera, de poco más de 20 años, con 125 gramos de silicona, esa extraña sustancia que alojó en su cuerpo para agradar a los otros. Al salir del bachillerato, cuando tenía 17 años, su mamá le ofreció un regalo especial y muy de moda en Medellín, Colombia: un par de tetas nuevas. Lo que no imaginó aquella chica es que, luego de la operación y las siguientes dos décadas, su seno izquierdo no dejaría de protestar silenciosamente, como si hubiera querido siempre, por sus propios medios, quejarse por la intrusión de los implantes y gritar a los cuatros vientos que su tamaño pequeño no es signo de anormalidad. Leamos el texto publicado por El Malpensante:
Cuando tenía diecisiete años y terminé mi bachillerato, en 1988, me dijo mi mamá: “De grado te voy a regalar unos senos. Ya te tengo la cita donde el cirujano que se las puso a mis hermanas –ocho de ellas– y apenas salgás a vacaciones te las ponés, para que entrés a la universidad y nadie se dé cuenta”.
Para finales de los ochenta se estaba empezando a poner de moda en Medellín el asunto de las tetas grandes. Primero se las pusieron las señoras pudientes que, como yo y parte de mis familiares, venían con un gen imperfecto que no les permitía desarrollar las glándulas mamarias estilo Cosmopolitan que se merecían sus maridos. Luego empezaron a ponérselas las más jóvenes: mis amigas que salían con comerciantes emergentes y pilotos muy prósperos. Con el nuevo mercado, bajaron los precios, y al poquito tiempo cualquiera que fuera una talla menor de 34 pedía, en lugar de viaje o una fiesta de quince, una cirugía plástica de aumento de senos.
Aunque muchas de mis mejores amigas andaban con traquetos, yo estaba destinada a ser más como mis tías: una profesional discreta, con un buen trabajo de ocho a seis en una empresa del Sindicato Antioqueño, viviendo en una casa de unidad cerrada de estrato cinco o seis, y con un buen marido que se enamorara de mí con tetas; sin embargo, ese futuro ya se veía un poquito empañado desde que me hice echar de dos colegios de monjas, entré a mi primer grupo de teatro y aprendí a fumar marihuana.
Sin darle muchas vueltas, pedí y recibí mi regalo de grado más como una promesa que me abriría el camino para encajar en el lugar que genéticamente me correspondía, pues aunque ya había sido seducida por universos paralelos, no podía dejar de lado todo lo que había aprendido desde siempre, y lo único que sentía era que no cabía en ningún lugar del planeta: que no era lo suficientemente hermosa para ser popular, pero que mi vida era demasiado cómoda para tener alguna excusa y ser rebelde.
El día que presenté mi último examen del colegio fuimos donde el médico para la valoración. De esa visita al cirujano me acuerdo que nos sentamos en el sofá de una sala dentro del consultorio, con una mesita donde había una canasta con bolsas de silicona de distintas tallas. Yo las miraba con curiosidad, las tocaba con cuidado, me las ponía entre el brasier y me miraba al espejo para decidir cuál era el volumen que me convenía.
Tímidamente, y después de mucho rato, me decidí por el tamaño que seguía al más pequeño: 125 gramos, pues era claro que yo no estaba interesada en ser voluptuosa; simplemente quería tener tetas, llenar los vestidos de baño y ponerme brasieres lindos, pues a mis diecisiete yo pesaba 47 kilos, y 250 gramos de silicona en el cuerpo podrían significar un inmenso contraste.
Todo se hizo con misterio. Mis amigos no se enteraron, pero tuve a mis ocho tías pioneras en siliconas dándome consejos y explicándome cada uno de los cuidados para la recuperación, además de mi mamá, que también se las había puesto un par de años antes.
Del día de la cirugía no me acuerdo casi nada. Además del frío al despertarme en recuperación, tengo la sensación de haber estado acostada en la cama doble de mi papá y mi mamá con gente a mi alrededor que venía a ver cómo estaba la recién operada. Fue la única vez que mostré mis tetas, hinchadas y doloridas, a todo el que pedía verlas. El efecto de la anestesia duró como un siglo, y solo tengo vagos recuerdos de la gente que entraba y salía mezclada con el sonido de la tele. De un momento a otro sentí un dolor muy fuerte, como si tuviera una aguja adentro; miré hacia mi pecho y vi que mi lado izquierdo estaba más hinchado, grande por encima, rojo y caliente como si se fuera a estallar. Me fui para cirugía otra vez por culpa de un hematoma, mi teta izquierda había decidido sangrar por dentro…
Que tan candoroso e impactante….gracias por compartirlo.
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Murt:
Es una crónica muy ilustrativa.
Saludos!!
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Muy buen testimonio, estaba en suspenso, creí que terminaría en algo peor, pero que bueno que no fue así. Pues, en efecto, a los 30 años cualquier dolor nos hace pensar en el cáncer.
Las mujeres deberíamos preguntarnos antes de una cirujía de ese tipo…¿el paraíso para quién y a costa de qué?
Un abrazo, Irad!
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Gran testimonio que nos compartió El Malpensante, Sin Ma!! Yo lo leí de una sentada y no podía parar, me atrapó. Y es un tema que siempre ha llamado mi atención, recuerda aquel artículo de El País “De trapos y siliconas”.
El día que la narradora quiso agradarse a sí misma (incluida la sensibilidad en sus pezones) y no quedar bien con los otros, pues hizo a un lado al intruso.
Un abrazo!!
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Hola, por favor podrias pone rel nombre del autor de la Pintura?, ERNEST DESCALS – PINTOR, muchas gracias.
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Ernest:
Claro! De hecho, guardé la imagen con el nombre del artista desde un principio; sólo basta poner el cursor sobre la pintura. Ahora ya agregué el nombre al post.
Saludos y gracias a ti!!
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Muchísimas gracias,, te ha quedado perfecto.Saludos.
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Ernest:
Saludos a ti de nuevo y gracias por la observación.
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