La Nochebuena de los pescadores

La Jornada semanal publica un disfrutable relato del escritor Joop Waasdorp, La Nochebuena de los pescadores, traducido por Ricardo Bada. Un fragmento del texto:

La escuela estaba requetebién: que conste. Había mucho que aprender, y tenías que hacerlo tan rápido que apenas podías mantener ese ritmo. No teníamos simples maestros, sino profesores, sólo profesores. Un día aparecieron dos en la escuela con una gorra en la cabeza. La cosa se puso pronto de moda, así que al poco tiempo todos los profesores usaban gorra. Llegaban a pie, francos y despreocupados, lo que en realidad sólo era apariencia. Porque en alguna otra cosa, no sé exactamente en qué, se notaba que nuestros profesores no llevaban una vida fácil.

Estaba en marcha una corriente que hacía llamar docentes a nuestros profesores, y además le daba lustre al conserje, aquel fiel peón de brega, con el nombre de adjunto. También se pensó en nosotros, los estudiantes. Teníamos que llevar gorras de terciopelo, de un color distinto para cada curso. Sin embargo, ninguna de estas cosas peregrinas logró imponerse nunca. Lo que sí se impuso fue el pantalón bombacho. Los de nuestra clase fuimos los pioneros del bombacho. Las vueltas de nuestros bombachos colgaban bastante bajo. Casi trastabillábamos con ellas, que poco menos que arrastraban por el suelo, pero justo así tenía que ser, eso era lo auténticamente inglés.

Los profesores estaban divididos en dos campos. Un grupo se prendía en las solapas insignias socialistas, el otro usaba ídem liberales. Un personaje se hallaba al margen de todas las disputas: el director. No usaba gorra sino un sombrerete de los supercaros, probablemente extranjero, importado. Tenía una magnífica voz de bajo, lo veíamos poco y estaba como envuelto en una nube de calma.

Nuestros profesores puede que tuvieran su buena ración de dificultades, pero en clase se portaban no pocas veces de manera bastante traviesa. Igual hacían propaganda de uno u otro partido político, que contaban chistes de los más vulgares. Pero, eso sí, no se les ocurra pensar que toda la enseñanza se tomaba a broma. Todo lo que nos reíamos en clase lo teníamos que recuperar luego en casa. Y si no lo hacías te encontrabas con un Reprobado así de grande.

Si habías estudiado durante años, duro y parejo, te daban al final un diploma, y con un poquito de suerte podías convertirte en el meritorio más joven de alguna oficina, por diez florines mensuales (febrero también contaba como un mes completo). Esto no era culpa de nuestra escuela. Después de todo, también teníamos que esforzarnos por conseguir una base. Y una base, bueno, una base siempre es una base. Pero hay más: algunas de nuestras celebridades actuales, conocidas por la radio y la tele, estuvieron con nosotros en el mismo curso.

El plan de estudios era muy variado, no sólo incluía griego y latín, en serio, sino también las artes plásticas, quiero decir dibujo, para lo cual nuestra escuela disponía de un salón en forma de anfiteatro. Estos eran los dominios de un profesor en quien pienso de vez en cuando. Al final de esta historia sabrán por qué.

Era una persona alta y más bien torpe. Hace diez años lo vi en el Museo Municipal, sentado enfrente de un Picasso. Con la gorra puesta, lo que en su caso no era extraño, porque nuestro profesor había sido uno de los dos que desencadenó en la escuela, entre sus colegas, la racha de la gorra. Y de haber tenido que jurar, lo habría hecho por su gorra. Tanto fuera como dentro de la escuela, e incluso durante la clase de dibujo, siempre llevaba encasquetada la gorra, una cosa aplastada, plana, en forma de tortilla, que no por eso campeaba menos pulcra sobre su cabeza.

Contra eventuales desórdenes tenía un método preventivo bien convincente. Le bastaba colocar un cartón sobre el armario bajo de la pared frontal, y en él, con letras enérgicas, aparatosas, pintaba a mano la palabra silencio. Esta advertencia se mantenía en pie sostenida por un terrorífico cuchillo de monte: la punta del arma asesina hincada en el armario, la mitad del mango sobresaliendo del cartón. Nuestro profesor se sentaba atento, repantigado como un príncipe, y naturalmente con la gorra calada, al lado de esa advertencia. Una cosa sí que no hacía: dibujar. Nunca le vi trazar una línea. Para compensar, nosotros dibujábamos bastante más, tanto las figuras corrientes como también alguna que otra vasija de cristal en combinación con un estuche, o un cacharro de cobre con una manzana

Advertisement

About Irad Nieto

About me? Irad Nieto es ensayista. Durante varios años mantuvo la columna de ensayo “Colegos” en la revista TextoS, de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Publicó el libro de ensayos El oficio de conversar (2006). Ha colaborado en diversas revistas como Letras Libres, Tierra Adentro, Nexos, Crítica y Luvina, entre otras. Fue columnista del semanario Río Doce, así como de los diarios Noroeste y El Debate, todos de Sinaloa. Su trabajo ha sido incluido en la antología de ensayistas El hacha puesta en la raíz, publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 2006 y en la antología de crónicas La letra en la mirada, publicada en la Colección Palabras del Humaya en 2009. Actualmente escribe la columna quincenal “Paréntesis” en El Sol de Sinaloa.
This entry was posted in Cuento, Suplementos. Bookmark the permalink.

Leave a Reply

Fill in your details below or click an icon to log in:

WordPress.com Logo

You are commenting using your WordPress.com account. Log Out /  Change )

Facebook photo

You are commenting using your Facebook account. Log Out /  Change )

Connecting to %s