Rancière, Borges y la novela

Bazar Americano publica un ensayo de Miguel Dalmaroni, “La literatura y sus restos (teoría, crítica, filosofía)“, en torno a la relación de Borges con la novela. Dalmaroni lee e interpreta a partir del pensamiento del filósofo francés Jacques Rancière:

Salgo de una conversación ligeramente etílica con tres amigos novelistas pensando que Jacques Rancière tiene razón, posiblemente sin advertirlo, en volver a leer a Borges como lo lee un extranjero.* Porque Rancière sugiere algo que hemos sospechado siempre y que, me temo, no nos abandona: lo que a Borges le gustaba era la literatura para niños, es decir el relato de maravillas o de crímenes que se puede liquidar de una sentada o, mejor todavía, en una sola sesión vocal (por aquello de que el infinito “fin” de la literatura comienza en el fin de la era de la literatura para niños, es decir con la lectura silenciosa, con la supresión del rito presencial y compartido -como se sabe, el fin de la infancia no comienza cuando los niños aprender a leer, sino cuando comienzan a hacerlo en silencio-). Siguiendo una conversación posible que arranque en ese ensayo de Rancière (pero que puede volverse, de extranjera, nativa y nacional) “literatura para niños” querría decir aquí el cuento como imposible sucedáneo moderno de la epopeya. Es decir, contra los excesos de lo informe (contra los excesos de la novela), una razón formal; contra los excesos del discurrir banal de lo que pasa y de lo que hay en el mundo, casi todo insignificante como Emma Bovary (contra la novela, una vez más), una razón de experiencia. Solo el cuento, la artificiosa arquitectura de la clase de cuentos que Borges prefería, en las antípodas de una de sus mayores repugnancias: la proliferación inane de la empiria de las cosas o, en su revés, la graforrea infinita del exceso de palabras. Para ir al caso extremo, Proust. En un lugar bastante conocido de la Correspondencia de Proust que cita Rancière, el novelista transcribe el juicio de uno de sus detractores: “Esa satisfacción orgánica que nos procura una obra de la que con una sola mirada abarcamos todos sus miembros, [Proust] nos la niega obstinadamente. El tiempo que otro ha destinado a componer un día en el bosque, en tratar bien los espacios, en abrir las perspectivas, él lo ha utilizado para contar los árboles, las distintas especies, las hojas de las ramas y las hojas caídas. Y ha descripto cada hoja, diferente de las otras, nervadura por nervadura y del derecho y del revés. Esa es su diversión y su coquetería. Escribe `fragmentos´”. Si se piensa en Borges, esa cita canta nítida una alianza con aquel brevísimo cuento de Borges sobre el mapa del imperio que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él.

Se entiende, claro, que a Borges le gustase el Kafka de las parábolas, el Kafka breve. Pero… ¿es verosímil que le gustasen, realmente, las novelas de Kafka? ¿El argumento del gusto borgiano vía el carácter alegórico de El castillo o de América es convincente? Conviene llevar la pregunta a un extremo: ¿qué le gustaba realmente a Borges de novelistas como Faulkner? ¿Podía gustarle, justamente, Las palmeras salvajes? Claramente, no conviene descartar que (por razones estratégicas o de conveniencia que son poco interesantes) Borges fingiese (me refiero a un fingimiento de cierta importancia; no al fingimiento de todo lector de novelas: a excepción de algunos casos del género más bien breves, simétricos y burilados con mano de poeta japonés, a nadie le gusta toda, completa, novela alguna, como puede suceder en cambio con tantos poemas o con algunos cuentos; vayamos más lejos, qué más da: no creo que a ningún lector de novelas, lo que se dice novelas, termine de capturarlo como tal ese tipo de relato sushi, de relato origami, a lo Seda de Alessandro Baricco). Porque, si a Borges le gustaban tanto los tantos novelistas del siglo XX a quienes elogió y recomendó de tan diversos modos… ¿por qué no escribió una novela? Se me dirá que ya han corrido ríos de tinta para responder esa pregunta y para volverla improcedente, obvia e improcedente. Pero hay una razón pertinaz para repetirla. Mejor (no exageremos) una conjetura: conversando con artistas argentinos de la ficción, con escritores de narrativa, –un puñado de ellos entre los que se encuentran algunos de los más consagrados y apreciados– las opiniones parecen dividirse en argentinas y extranjeras: de un lado, algunos (sin mediación de efluvios alcohólicos, aclaro) no dudan de que esas preferencias de Borges van de suyo, que ese artefacto de preferencias y repulsiones es Borges. Mejor, que esa teoría borgiana contra la novela dio lugar a la literatura de Borges, o poco menos. Algo que cualquier lector argentino podría entender, parece, sin demasiadas iniciaciones ni prolegómenos. Del otro lado, los narradores que, cuando uno logra que se sinceren en la intimidad de un discurrir irresponsable (confesiones de esos escritores pero en su calidad de lectores), leen como extranjeros no iniciados y no lo pueden creer, y se preguntan cómo diablos pudo ser que semejante escritor no hubiese experimentado, al punto de ponerse a la tarea, la poderosa compulsión por escribir una novela. Es algo que –no hay caso- el latido de la mano escribiente de algunos narradores contemporáneos, parece, no puede asimilar. Lo que provoca, claro, el retorno de la opinión del primer grupo: precisamente, “semejante escritor” es –se ha dicho mucho- esos límites, sus límites

About Irad Nieto

About me? Irad Nieto es ensayista. Durante varios años mantuvo la columna de ensayo “Colegos” en la revista TextoS, de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Publicó el libro de ensayos El oficio de conversar (2006). Ha colaborado en diversas revistas como Letras Libres, Tierra Adentro, Nexos, Crítica y Luvina, entre otras. Fue columnista del semanario Río Doce, así como de los diarios Noroeste y El Debate, todos de Sinaloa. Su trabajo ha sido incluido en la antología de ensayistas El hacha puesta en la raíz, publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 2006 y en la antología de crónicas La letra en la mirada, publicada en la Colección Palabras del Humaya en 2009. Actualmente escribe la columna quincenal “Paréntesis” en El Sol de Sinaloa.
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